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Marchar, parar y...

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Faltan la marcha y el paro, pero la furia, brío y energía mostradas recientemente por las feministas en acción auguran que la movilización histórica y presente de las mujeres arriba a un nuevo punto de llegada y de partida, el sitio donde es preciso resolver, con enorme rapidez e inteligencia, qué pasos dar en la dirección de impulsar y apuntalar un cambio en el espacio público y privado que les garantice una vida libre, plena y segura, sin miedo ni sometimiento.

Menudo desafío remover una cultura y construir otra, justo cuando más de un pilar del Estado ha sido desplazado en el ánimo de recolocarlo con firmeza y cuando hay quienes -Juan Sandoval, ejemplo en estos días- exigen continuar por donde se iba, así se caminara rumbo al precipicio.

Comoquiera, hay en la presencia y la ausencia de las mujeres un entusiasta mensaje de vitalidad social que, muy probablemente, anime a actuar con mayor ímpetu a otros sectores donde el hartazgo ante la violencia y la impunidad también ha hecho mella.

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Si bien en los últimos años tanto en la esfera local (capitalina) como en la federal se registró un avance en la defensa y el ejercicio de los derechos de la mujer en el ámbito de sus propias decisiones, como también en la práctica de principios de equidad y paridad en la política, el abuso y la violencia contra ellas aceleraron su lucha en el campo social.

La voz de la mujer recuperó sus cuerdas y su músculo recobró vigor tanto aquí como en otras latitudes y, hoy, ya no solo reclaman -parafraseando a María Lavalle Urbina, como lo hizo Patricia Mercado en la revista Voz y Voto- la silla, sino también el lugar que les corresponde.

Ya no solo se trata de tomar decisiones sin permiso ni de tener asiento en el Parlamento o el Gobierno, sino también de desenvolverse y desarrollarse con libertad, derecho y seguridad en la casa, el trabajo, la escuela, la calle e, incluso, en el transporte.

Se dice fácil, pero qué difícil entenderlo. Tan difícil que los hombres machos de la Iglesia -ejemplar con alzacuellos y crucifijo al pecho, Juan Sandoval Íñiguez- llaman a repudiar el paro de las mujeres. Convoca a ello porque no solo a ellas se maltrata y porque, en su pobre lógica y espíritu, los feminicidios apenas representan el 12 por ciento de los asesinatos. Si quieren igualdad, casi ruega el cardenal, que ellas pongan más muertas y los golpeadores y feminicidas le echen ganas.

Tan difícil que todavía algunos legisladores siempre en pos de votos y prerrogativas elucubran que con aplicar la pena de muerte a los feminicidas, aunque no se les detenga, las mujeres en vez de moverse se quedarán quietas y calladas. Basta con eso.

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Chispa de la furia de las mujeres es, sin duda, la impunidad. La ausencia de castigo a quien las violenta en cualquier escala y la complicidad o negligencia de quienes obligados a atenderlas las traicionan y abandonan a su suerte, sabiendo que en muchos casos su suerte está echada y es la muerte.

Grave la impunidad, no menos lo es la pusilanimidad de la autoridad que ni previene el delito ni lo persigue cuando se comete y, en el mejor de los casos, hace de la inseguridad la estadística del fracaso, cuya paternidad rehúye.

En ese sentido y sin restarle mérito alguno a la detención de la supuesta pareja abusadora y asesina de la niña Fátima, del presunto bárbaro feminicida de la joven Ingrid o de los señalados sicarios contratados para liquidar a la mujer Abril, asombra cómo, cuando la presión social aprieta a la autoridad, la voluntad política aparece y activa la inteligencia y el músculo de la policía. La impunidad de súbito desaparece.

Pobres de aquellas y de aquellos que pierden la vida, sufren en su integridad, libertad, derecho o patrimonio sin poder darle resonancia y visibilidad a su tragedia.

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Desde esa perspectiva, la movilización de las mujeres contra la impunidad y la pusilanimidad pueden tener un saludable derrame en áreas distintas a la de la violencia de género.

Cuestión de tomar nota cómo las movilizaciones contra la violencia criminal generalizada repuntan. La manifestación de antier en Puebla, la provocada por la bárbara agresión en Bavispe, Sonora, y el discreto acompañamiento de Julián (hoy en el exilio por las amenazas) y de Adrián LeBarón a las marchas en Guanajuato, Guerrero, Tamaulipas y Puebla hacen pensar en una posibilidad. Quizá la acción decidida de las mujeres inste y anime a otros sectores a apretar el paso y enarbolar con mucha más fuerza el reclamo de paz y justicia.

La marcha y el paro feminista agregan una virtud. Establecen con firmeza que, si bien el Gobierno puede tener fija y clara su agenda, la sociedad también tiene la suya. Puede, incluso, haber consonancia entre ambas, pero no necesariamente tener el mismo orden de prioridades y esa realidad no puede ignorarla la Administración, así sus planes o prioridades sean otros.

La Administración está impelida a definir si acompaña y apoya a las mujeres en la descomunal hazaña de impulsar y apuntalar un cambio en el espacio público y privado que les garantice una vida libre, plena y segura, o si les da la espalda. Definir si se abre o cierra ante el reclamo. Definición semejante tendrán que tomar los partidos, Cámaras, empresas, escuelas, iglesias y medios que, en la cresta de la ola, saludan la iniciativa feminista, sin asegurar si harán lo mismo el martes.

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Hay, pues, una nueva oportunidad en la adversidad. El punto de llegada y de partida adonde se dirigen las mujeres, el resultado de su presencia y ausencia, puede ayudar a resolver el problema, en vez de profundizarlo. Un punto de reencuentro, convivencia y causa común. Hoy, por lo pronto, las feministas le han dado una lección al país. Gracias.

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