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Virtud y fortuna

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Araíz del anterior Sobreaviso ("Moderación, no excesos"), un lector comenta que -en estos días- la moderación política es algo así como el centro de una dona, un agujero, un lugar inexistente.

Y, sí, por los indicios, aquí como en otros muchos países, son contados quienes ven en el centro un punto de equilibrio, conciliación y reencuentro. Nadie quiere ocuparlo. A los extremos se han corrido las posturas y, entonces, la tensión y la polarización, el conflicto, quizá sea el nuevo hábitat de la política.

Hoy, la moderación no es electoralmente rentable ni atractiva. Aquí, allá y acullá, los políticos se muestran radicales, buscando eco en sus bases. Ansían ganar posiciones, fijar posturas, imponer su dogma, tallar con piedra pómez los matices, quitarle el cuero cabelludo al adversario y, si se puede, coronar con la eternidad su proyecto, cualquiera que éste sea.

Ese es el continente de la política en estos días, aunque el contenido no es el mismo. Unos quieren hacer lo de siempre; otros, ensayar algo distinto; y algunos más, regresar el camino recorrido. Todos juran tener certeza de la ruta hacia la meta, aunque ninguno trae mapa ni guía. Como hacía tiempo no ocurría, la efervescencia social y política apasiona y arde.

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En ese marco local y global, la gestión presidencial de Andrés Manuel López Obrador cumple su primer año sin acabar de desmontar la vieja estructura del poder ni montar la nueva. Es comprensible, doce meses son un suspiro ante las más de tres décadas que tomó construir el andamiaje del neoliberalismo que, pese a sus adoradores, no derramó de manera equilibrada sus beneficios.

El tabasqueño llega a ese aniversario con el índice de aprobación a la baja, pero aun así por arriba del que tuvieron sus antecesores. Llega, pues, con respaldo notorio, pero sin generar la confianza requerida por la inversión para sacar al país del estancamiento económico. Alivia esa circunstancia el reciente anuncio del paquete de obras de infraestructura, pero lo debilita el retraso de la ratificación del tratado comercial con Estados Unidos y Canadá, el famoso T-MEC, del cual todavía quieren derivar ventajas, en el terreno laboral, los demócratas y los sindicatos estadounidenses.

El presidente López Obrador cumple el aniversario con logros en el ámbito social y justo el laboral, pero cargando a cuestas el registro del año más violento del siglo, con un problema extra: el amago de Donald Trump de reclasificar a las organizaciones criminales con sede en México y mercado en Estados Unidos como grupos terroristas. El mandatario del país vecino baraja esa posibilidad, de seguro, en busca de una nueva bandera electoral y una coartada para escapar al juicio de desafuero que vulnera su ansia de prolongar su estancia en La Casa Blanca.

En esa situación, rechinan los tres ejes en que el presidente López Obrador fincó el postulado de su gobierno -reducir la desigualdad, la inseguridad y la impunidad-, presionados por la circunstancia como también por la expectativa que él mismo generó con desmesura.

Tanta cuerda le dio al reloj sexenal que, ahora, el tiempo corre deprisa. Se quieren ver resultados, cuando aún no acaba de fraguarse el cemento de la plataforma de sus planes.

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La situación es compleja en extremo.

Sin crecimiento económico no hay desarrollo social, con violencia criminal no hay paz ni tranquilidad social posible. Acaso, en el rubro del combate a la impunidad, la administración lopezobradorista ha conseguido mandar señales fuertes y positivas, persiguiendo, capturando, amenazando o presionando a emblemáticos personajes que hicieron de la corrupción la escalera al cielo de su voracidad y complicidad.

Comoquiera, a un año de ocupar el Palacio Nacional, Andrés Manuel López Obrador se encuentra frente a una realidad que ya no atempera la reiterada exposición de las buenas intenciones ni el socorrido relato del pantano de donde el país venía y el paraíso a donde supuestamente se dirige. Quizá, en estos días, el mandatario ya no suscriba aquella idea de que gobernar tiene más que ver con el sentido común que con la ciencia. Como tampoco la de considerar la política interior como la mejor política exterior.

Los símbolos sobre el estilo personal de ejercer el poder, bien manejados, ya dieron de sí. El Jetta blanco, la conversión de la residencia de Los Pinos en centro cultural abierto al público, la relativa reducción del equipo de seguridad, el traslado en vuelos comerciales o la conferencia matutina ya no causan admiración o asombro. En contraste, los signos del ejercicio del poder no acaban de definirse, así estén en proceso de maduración.

A un año de distancia, el mandatario cuenta ya con el marco jurídico de su proyecto, la instrumentación de varias políticas vertebrales y programas sociales, y el presupuesto hecho y aprobado a la medida. Viene ahora un paso clave: dominar la administración y, de darlo bien, conquistar el gobierno. Reconocer también que sí, es importante la lealtad y la honestidad del equipo, pero no menos lo es la capacidad.

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Puede seguir el Ejecutivo apartándose del centro de equilibrio, de la moderación. Azuzar la polarización en aras de mantener arriba el ánimo de sus bases, a costa de espantar la inversión. Puede, incluso, seguir descontando aliados, en vez de sumarlos, o armar pleitos sin sentido, pero hay un detalle: a un año de distancia, el reloj de la realidad marca la hora.

Cierto, en estos días, la moderación no figura en el decálogo de muchos mandatarios de distinto signo político, sin embargo, el desprecio de esa virtud no garantiza la fortuna requerida para no resbalar en el intento. Menos, cuando el menor de los malestares sociales incendia el centro y los extremos.

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