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No se trata de AMLO, sino de México

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Después de la alternancia de 2000, la vida política en México giró en torno a Andrés Manuel López Obrador. Durante 15 años, la atención de los medios y buena parte de la opinión pública ha estado puesta en lo que él dice y hace. Desde la jefatura de gobierno del Distrito Federal, López Obrador construyó una efectiva plataforma que lo colocó casi de inmediato en la posición del rival a vencer en la elección presidencial. Y ahí ha estado las últimas tres elecciones. La dicotomía entre el PRI y el PAN por un lado, y AMLO por el otro, fue devorada por el discurso de este último para convertir su carrera por la presidencia en un movimiento político-social. Y para aumentar su efectividad, ese discurso fue simplificado al extremo.

Dentro de la retórica lopezobradorista, todos los males de México eran culpa de tres villanos-enemigos: el conservador "PRIAN", la "mafia del poder" y el neoliberalismo. La única posibilidad de superar esos males era derrotarlos, y él único que podía hacerlo era, obviamente, López Obrador, encarnación del espíritu del "pueblo bueno" de México. En 2006 y 2012, su movimiento fue derrotado en las urnas, primero por el PAN y luego por el PRI. Derrotas polémicas, de dudosa legitimidad, pero al final legales. Pero el movimiento no fue derrotado en la calle, en donde se mantuvo vivo y logró recuperar los aires para una tercera batalla en 2018. La incapacidad de los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto de construir una narrativa exitosa que rivalizara con la del lopezobradorismo, permitió a éste mantener el protagonismo y afianzar la retórica de la dicotomía de los buenos contra los malos.

AMLO tuvo gran éxito asumiéndose como una víctima más del sistema, en un país en el que las víctimas reales de la violencia, la desigualdad y la corrupción se cuentan por millones. Y hábilmente consiguió lo que ningún político había conseguido en este país: equiparar su búsqueda por la presidencia con la búsqueda de justicia de millones. En esa lógica, lo mejor que le pudo haber pasado a López Obrador fue haber perdido las elecciones de 2006 y 2012, ya que eso le permitió ampliar su base de apoyo para ganar con una ventaja muchísimo mayor en 2018 a la que hubiera tenido en caso de triunfar en cualquiera de las dos elecciones anteriores. Es innegable el éxito de su estrategia electoral, la cual supo incorporar los errores de sus rivales y adaptarse a las derrotas. No obstante, se pueden cuestionar sus principios, debido a que el saldo ha sido incrementar la polarización.

Y es que el triunfo de López Obrador solo se puede entender en el marco de una polarización producto, sí, de la desigualdad, pero también de la irresponsabilidad de los principales actores políticos. El mayor beneficiario de la polarización hoy es AMLO, quien pudo superar a sus rivales y neutralizarlos bajo la óptica del fracaso de sus gestiones. El actual presidente no solo se siente cómodo en esa dicotomía de buenos contra malos, sino que su primacía depende de ella. López Obrador necesita seguir alimentando la idea de que sus enemigos son los enemigos de México. De esta forma ha convertido su estrategia de campaña en estrategia de gobierno. Y es dentro de esta lógica que se entienden los embates y anzuelos constantes que el presidente lanza contra sus críticos y opositores. Y también dentro de esa lógica está el afán de acaparar las instituciones y espacios de la vida pública. Es, en resumen, buscar la construcción de una nueva hegemonía.

Pero esta estrategia no sería tan exitosa sin una oposición y una crítica enganchada a la figura de López Obrador. El anzuelo no sirve si no existe quién lo muerda. Y la oposición y buena parte de la crítica lo han mordido. Todo, o casi todo, gira en torno a AMLO. Como desde hace 15 años. Y eso le beneficia a él, cuya figura se alimenta tanto del aplauso irreflexivo e incondicional como de la diatriba igualmente irreflexiva y automática. Quienes critican todo lo que dice y hace el presidente forman parte de la misma puesta en escena en donde se desenvuelven los que le aplauden todo. Tan necesarios son unos como los otros. El problema es que no se puede mantener esta dinámica para siempre si lo que se pretende es darle viabilidad al país. La polarización puede ayudar a ganar una elección, pero no a darle cauce institucional a un Estado.

He aquí los límites de la estrategia de López Obrador, y también de la estrategia de la oposición. En vez de ubicarse por encima de la discusión pública y colocarse a la altura de un estadista, el presidente sigue alimentando la división y el encono. En vez de construir la continuidad de su proyecto de Estado y dejar en manos de su posible sucesor o sucesora el golpeteo, se mantiene arriba del ring, recibiendo y soltando puñetazos. La oposición, por su parte, hace lo propio, concentrando toda la atención en él, alimentando su discurso y postergando la construcción de una narrativa diferente. Si AMLO quiere en verdad resolver los problemas de México debería poner al país en el centro de su gobierno. Si la oposición quiere plantear una alternativa viable a López Obrador deber armar un discurso claro propio y dejar de orbitar alrededor del presidente. Es decir, deben entender que no se trata de AMLO, sino de México.

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