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Moderación, no excesos

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Increíble. Cuanto más se advierte la urgencia de tomar providencias para no incurrir en los problemas y conflictos que a infinidad de países tienen contra la pared, aquí más se radicalizan las posturas, más se subrayan las diferencias y más se exageran los pronunciamientos.

De cuanto ocurre en Bolivia, Chile, Argentina, Venezuela, Brasil, Nicaragua, Ecuador, Haití, Gran Bretaña, España, Francia, Hong Kong, Estados Unidos y, ahora, Colombia... no se desprende la más mínima lección ni se le bajan dos rayitas a la polarización. Al contrario, se aprieta el paso rumbo a la ruptura que, supuestamente, nadie quiere.

En nombre de la salvaguarda de las instituciones o de la transformación de éstas, cada quien se envuelve en la bandera, cava su propia trinchera, busca sus quince minutos de gloria, checa cuántos retuits y likes consiguió con su última condena y sale a la caza de su respectiva clientela.

Después de todo, si el país se despeña ya habrá oportunidad de achacarle al otro la culpa y sacarle raja a la ruina. Y, en medio del aturdimiento que perturba al más elemental sentido común, pocos se plantean moderar la situación. ¿Para qué? Si tantas veces nos ha ocurrido, qué más da un fracaso más.

***

No hay un gran debate nacional, sino una muy pobre discusión pública, marcada por la exageración y el desbocamiento.

Sobran los adjetivos, faltan los sustantivos y se echan de menos los matices. Se está a favor o en contra, en un extremo o el otro y ni pensar acercarse al centro, porque ese lugar pertenece a los reformistas o los blandengues y la moda dicta cambiar todo sin reparar en lo que sí funciona o resistir el más mínimo ajuste, así se requiera. Y, en el jaloneo, todo se tensa y nada se mueve.

El problema de cavar trincheras es que, al final, terminan siendo fosas, y vaya que al país le sobran. El esfuerzo debería concentrarse en salir, no en meterse en ellas.

***

Tal es la desmesura que a discusión se ponen infinidad de temas sin resolver los asuntos planteados y, así, se abre de par en par la puerta a la incertidumbre.

Con la mano en la cintura y asegurando no querer tapar el sol con un dedo, Francisco García Cabeza de Vaca, el gobernador de Tamaulipas -entidad fronteriza con Estados Unidos-, considera que la violencia criminal en Nuevo Laredo alcanza el nivel del narcoterrorismo. ¿En serio? Si la afirmación no corresponde a una ocurrencia, un pronunciamiento de esa índole exige argumentos y acciones de mucho mayor calibre.

Hablar de narcoterrorismo, justo cuando más de un actor político y más de un medio informativo en Estados Unidos ponen el ojo en el problema de la inseguridad en México y barajan la idea de una intervención directa, es hacerle el caldo gordo a esa posibilidad. Si, al menos, el gobernador García Cabeza de Vaca destacara por su compromiso en el combate al crimen, la afirmación podría considerarse. Pero no existiendo ese compromiso y sí la afirmación sin sustento, pareciera jugar con las palabras sin importarle las consecuencias.

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Como si se tratara de una charla de sobremesa, con enorme irresponsabilidad se discute en torno a la posibilidad de un golpe de Estado al gobierno, colocando al centro del litigio a las Fuerzas Armadas.

Hasta el Ejecutivo participa en ese juego, como también algunos espontáneos que le piden al Ejército actuar con lealtad al pueblo y no al mandatario. ¿Vale la pena ahondar esa discusión? ¿Tiene caso exigir a las Fuerzas Armadas definir su postura ante su Comandante Supremo?

Si la respuesta es afirmativa, entonces debería realizarse una purga en los mandos militares y no sólo largar puntadas. Hablar de un golpe de Estado con ligereza es perder el tiempo e irritar a esa fuerza fundamental, como lo es el Ejército.

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Defender la idea de dar un trato igual a los desiguales en nombre de la universalidad de los derechos y, desde esa postura, tildar de racista o nazi al presidente de la República por la pretensión de dar preferencia a los indios, es francamente un exceso.

La exageración borra el supuesto acuerdo de abatir la pobreza y atemperar la desigualdad social y, en esto, lamentablemente el tono y la tonada de la réplica presidencial en poco contribuye a socializar la idea de "por el bien de todos, primero los pobres".

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De los excesos y enredos que dan lugar a discusiones absurdas que empobrecen el debate y animan la polarización se podría dar un largo listado.

Están los que, aun viendo cuanto ocurre en la región, insisten en seguir el sendero económico tomado hace años sin advertir que la situación demanda un ajuste de fondo. Están los acólitos del mandatario que, desde el dogma, alientan linchar, al menos en las redes, a los adversarios, animando el desencuentro. Están las propias expresiones que el Presidente, sin reparar en el peso de su palabra, carga contra aquellos que cuestionan su postura. Y, claro, también están personajes como Rosario Piedra Ibarra que, en su desahucio y a costa de una trayectoria familiar, pero ajena, insisten en sostenerse sin pie en el puesto. Están quienes en supuesta defensa de los organismos autónomos no les ven un solo defecto y resisten operar ajustes en ellos, siendo que muchas de esas entidades no han logrado erigirse como auténticas instituciones nacionales, federales y republicanas.

Insistir en que todo debe cambiar aun si funciona o en resistir el más mínimo ajuste porque las instituciones son intocables sólo aleja la posibilidad de replantear el horizonte, haciendo del pasado remoto o reciente la meta.

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Si de anteriores fracasos no se derivan lecciones como tampoco de la circunstancia mundial, en breve, México podrá formar fila en la lista de los países que, hoy, ven retemblar en su centro la tierra. Qué absurdo.

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