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Golpe a golpe

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

No, el título de la columna no alude a los proverbios y cantares del poeta Antonio Machado popularizados por Joan Manuel Serrat, pero tampoco los ignora. Se refiere sobre todo a la desmesura de hablar con ligereza de golpes duros y blandos al Estado de derecho, al tiempo de impulsar o tolerar acciones sin parentesco alguno con el compromiso democrático.

Así, se desfigura la esperanza, se tensan los nervios y se pone a temblar la posibilidad.

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Como en otras ocasiones, el crimen ha puesto contra la pared al Estado, alentando en Estados Unidos la duda sobre su viabilidad y vulnerando, aquí, la política que, supuestamente, es el antídoto de la violencia y la vitamina del acuerdo. Y, pese o quizá a causa de la circunstancia, dentro y fuera del poder se ha hecho un motín de la acción y la palabra.

La estridencia y exageración declarativa presagia un problema superior al prevaleciente, animado por el desorden, el conflicto y el desasosiego. La incapacidad de discernir entre aliados, mensajeros y enemigos hace pensar que, en realidad, se desconoce con quién se cuenta y a quién descontar. El impulso de confundir una elección con una revolución sin tener claro el alcance del mandato ni el uso de las herramientas administrativas convierte el ejercicio del poder en aventura. El recurso de echar mano de la historia e interpretarla a capricho no garantiza entender el próximo futuro.

Así, no se destierra la violencia, se corre el peligro de sembrarla hasta verla germinar como una enredadera. Malos días, estos últimos.

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Hablar de la imposibilidad de un golpe de Estado porque al amparo del gobierno y la legalidad hay una mayoría libre y consciente, supone desde luego la existencia de la tentación o la amenaza. Cuando quien lo advierte es, precisamente, el jefe del Estado amagado es obligación -por respeto a la Constitución y la nación- señalar y denunciar a quienes anima llevar a cabo la felonía.

Pretender apagar tamaña acusación diciendo al día siguiente que no hay nada que temer, no alivia, agrava la acusación. La agrava porque, de ser cierta, revela debilidad para proceder en contra de los golpistas y realizar los ajustes necesarios en los mandos superiores del Ejército para conjurar la tentación.

De no ser cierta o fundada, exhibe enorme ligereza.

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Cuando en una atmósfera tensa y polarizada se comienza a hablar de golpes de Estado, sólo la inmediata y atinada operación política puede distender y calmar el ambiente. En esa circunstancia, la mano, el talento y la discreción de la responsable de la política interior tendrían que verse. Pero si ésta ha resuelto recargar la tarea en su segundo de a bordo y éste considera que, en realidad, se está frente a un fenómeno de "terrorismo politiquero" y no descarta configurar el delito a quienes incurran en él, la política se puede echar entonces al cesto de la basura y dar por sentado que la tensión y la polarización irán en aumento.

¡Increíble! Un operador político que para cada solución tiene un problema.

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Cuando un magistrado electoral, señalado por enriquecerse poniéndole precio a la justicia, rechaza esa acusación, asegurando que detrás del afán de desprestigiarlo hay un grupo de políticos, empresarios, consejeros y magistrados resueltos a desestabilizar "al actual poder político", no basta el desmentido de los involucrados.

Denunciar un golpe blando al Estado de derecho demanda del magistrado una acción mucho más comprometida con su dicho y función. Si la denuncia es un simple ardid para salir del apuro, impresiona la irresponsabilidad.

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Si el partido o movimiento en el poder se dice empeñado en apoyar la transformación impulsada por su líder, no puede tolerar acciones y tentaciones personales que, en su vacuidad y ambición, ponen en duda el supuesto compromiso.

El golpe a la democracia impulsado por su gobernador en Baja California, el de Bonilla y su pandilla, no tendría por qué llegar y resolverse en la Corte. El movimiento que lo colocó en el Palacio de Gobierno debería obligarlo a recular, en vez de tolerar su intentona. Así, acreditaría su compromiso de transformar sin menoscabo de la democracia y el Estado de derecho.

En esto, otra vez, una pena el ir y venir de la responsable de la política interior que un día frena y otro impulsa el golpismo que, supuestamente, condena.

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En respeto a la lucha de doña Rosario Ibarra de Piedra y por las dudas en la legitimidad y legalidad de su elección, su hija mal no haría en declinar sentarse en la presidencia de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Heredera de una causa emprendida por su señora madre, es una pena verla en el apuro en que se encuentra.

De ocupar el puesto del ombudsperson, el presidente López Obrador debería devolverle la Medalla Belisario Domínguez que guarda en custodia a solicitud de doña Rosario.

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En estos días, el crimen ha puesto contra la pared al Estado y colocado en una muy difícil situación al gobierno tanto hacia adentro como hacia afuera del país. Otra vez, la sangre y el dolor enseñoreándose, dando verdaderos golpes.

Ante la circunstancia, es preciso calibrar el peso y el significado de las palabras, la importancia del silencio, el sentido y el ritmo de los pasos. Acallar el ruido y evitar los tropiezos.

El momento, en realidad, obliga a acompañar a Xander en su llanto, quebrado ante el féretro de su tía Dawna y sus primos Trevor y Rogan, sin poder decir lo que quería y mucho menos explicarse cómo, sin la menor piedad, el crimen arrasó con ellos, como también con Rhonita, sus cuatro hijos y con Christina. Acompañarlo a él y su familia.

"Es el mejor de los buenos/ quien sabe que en esta vida/ todo es cuestión de medida:/ un poco más, algo menos...", dice uno de los versos de Machado.

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