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La paradoja chilena

GABRIEL GUERRA CASTELLANOS

Chile se incendia, literalmente. Uno de cada nueve chilenos ha salido ya a las calles a manifestarse para reclamar cambios urgentes y de fondo, que al parecer nadie se había dado cuenta eran indispensables. Mejores y más accesibles servicios públicos, mayor equidad impositiva, renovación de los liderazgos políticos y sensibilidad de las élites ante una sociedad que ya no encuentra cabida en las estadísticas de crecimiento del PIB y control de la inflación; que no concibe ser parte de un país que es miembro de la OCDE y es invitado a las reuniones del G-20 pero en el que a las clases medias ya no les alcanza para llegar a fin de mes; en el que no hay educación universitaria gratuita; en el que la movilidad social ya solo se da hacia abajo; en el que son siempre los mismos los que están arriba; en el que los poderosos son siempre iguales, sin importar demasiado el partido y la ideología que profesen.

Hace casi medio siglo, al iniciar la década de los 70, las élites chilenas se unieron en torno a un modelo económico: disciplina fiscal, reducción de subsidios y programas sociales, privatización de servicios públicos y del sistema de pensiones, y mano dura frente a quien buscara subvertir estos sagrados principios. La "escuela de Chicago" y su guía, Milton Friedman, eran el faro que los iluminaba.

Cuando el candidato socialista, Salvador Allende, asumió la presidencia a finales de 1970, su suerte ya estaba echada: las cúpulas empresariales chilenas, de la mano con los altos mandos militares (con una ayudadita estadounidense), comenzaron a fraguar el golpe militar que acabaría con la vida de Allende y de la democracia chilena, y que instauraría el nuevo modelo. Diecisiete años de feroz y sangrienta dictadura sirvieron para acabar con cualquier posible objeción o resistencia: los Chicago Boys tendrían vía libre.

Una parte del modelo funciono: pese al enorme costo en vidas humanas y en libertades perdidas, la economía chilena se convirtió en una de las más estables y fuertes de la región, merced a las privatizaciones, la inversión extranjera y el férreo control del gobierno a cualquier intento de disenso. Al retorno de la democracia, en 1990, el modelo continuó con mínimas variaciones, en parte porque funcionaba, con cifras espectaculares de crecimiento económico, en parte porque los militares cedieron el poder pero no lo abandonaron del todo: la democracia chilena vivía un poco como rehén de unas fuerzas armadas siempre acechando, atentas a cualquier desviación.

Treinta años de democracia y alternancia electoral ofrecieron solo la ilusión de cambios: en el fondo todos los presidentes chilenos continuaron por la misma ruta. La falta de oxigenación de los cuadros dirigentes chilenos fue un factor adicional de la alienación social: de 2006 a la fecha, dos personas se han alternado la presidencia: la "socialista" Michelle Bachelet y el derechista Sebastián Piñera. Buena parte de sus gabinetes repitieron, tanto en personas como en recetas. Nadie se daba cuenta del enorme divorcio entre la realidad macro y la insatisfacción y frustración de las clases medias y bajas.

En resumen, queridos lectores, el modelo chileno fue muy eficaz para generar riqueza, pero muy malo para distribuir sus frutos: un sistema de pensiones claramente insuficiente en el cual el 80% de los jubilados gana menos que el salario mínimo; servicios públicos caros, a veces inalcanzables, en que muchos hogares gastan hasta una tercera parte de su ingreso tan solo en transporte público; por solo dar dos ejemplos.

Y los niveles de concentración de riqueza por sí solos explican buena parte del problema: en Chile, el 1% más adinerado concentra el 26.5% de la riqueza total del país. El 10% más rico concentra el 66.5%. Y la mitad más pobre apenas y suma el 2.1%.

Ese fue al final del día el pecado original, y mortal, del modelo de los Chicago Boys. Se les olvidó que entre todas las cifras y estadísticas hay una que no se puede ignorar: la de la gente.

Twitter: @gabrielguerrac

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