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El Líbano, vaya encrucijada

EMBAJADOR JORGE ÁLVAREZ FUENTES

En las últimas dos semanas, en el Líbano, cientos de miles de personas han salido a las calles para protestar contra sus gobernantes y reclamar su futuro. El país atraviesa una nueva encrucijada. ¿Se trata acaso de otra revuelta popular árabe, como las que vienen ocurriendo desde 2011? No, en sentido estricto. Lo que está en juego es distinto, siendo parte del actual malestar político y social en el mundo. Estas manifestaciones de protesta no tienen precedente, si se considera su tamaño y extensión respecto de la geografía y demografía del extraordinario y minúsculo país, vinculado al mundo entero por su diáspora; pero, sobre todo, si se observan las causas, motivos, alcances y posibles repercusiones. Tratándose de un movimiento contestatario amplio, con la participación de las diferentes clases sociales, está en cuestión la conformación sectaria de la sociedad libanesa, que se asume como la irremediable división entre 18 comunidades religiosas. A la mitad de la población libanesa se le agotó la paciencia para lidiar con quienes, por décadas, los han gobernado. También a cientos de miles de refugiados sirios y palestinos. Son patentes el hartazgo y la indignidad, ante un régimen fincado en consensos y cuotas de poder confesionales, estéril y perverso, que por años se ha apropiado de las instituciones de Estado en beneficio de los partidos políticos prohijando el obsceno enriquecimiento de sus líderes. Se monetizó la administración pública, se precarizaron los servicios públicos, se distorsionaron las relaciones entre gobernados y gobernantes, envileciendo a dirigentes y seguidores, hasta tornarlas relaciones de subordinación, clientelares, tramposas. Se instaló una corrupción endémica monumental. Por décadas, los recursos del Estado se han dilapidado, desviado los presupuestos gubernamentales y embolsado los cuantiosos apoyos financieros provenientes del exterior.

Hay una inédita movilización nacional, no sectaria, diametralmente distinta de las demostraciones multitudinarias de 2005, suscitadas por el magnicidio de Rafik Hariri o la repulsa de las clases medias y altas urbanas ante la acumulación de la basura en 2015. Escuelas, negocios, comercios, universidades, bancos y servicios públicos permanecen cerrados. Hay carreteras cortadas como medidas de presión ciudadana, clamando se ponga fin, ya, a la corrupción de la clase política y al pésimo manejo de las finanzas públicas. El Líbano es un país empobrecido, con una pobre infraestructura, profundamente inequitativo, donde la cuarta parte de la población vive en la pobreza y carece de suficiente agua o electricidad. Siendo el tercer país más endeudado del mundo, con 86 mil millones de dólares, la mitad de los ingresos fiscales deben destinarse al pago de los intereses de la deuda.

En efecto, se vive una crispación inédita, habiendo enormes riesgos. Sin embargo, prevalece un extraordinario espíritu de esperanza, de un cambio verdadero, de fondo, de la política, la economía y la sociedad. Las y los manifestantes jóvenes y de todas las edades, sectores y clases sociales, que se han encontrado sorpresivamente en las calles, en comunicación instantánea y novedosa, están empeñados en mantener las movilizaciones, de Trípoli a Tiro, y no cederán pronto las calles, o abandonarán los marchas y bloqueos en Beirut. Son los recursos de participación, de apropiación y presión más potentes para conseguir, que, como hasta ahora, las manifestaciones sean pacíficas, imaginativas y que quienes se unan permanezcan unidos, dialogando, sin ser aleccionados, cooptados o manipulados por los liderazgos autoritarios. Ante las provocaciones, se busca impedir que, como antaño, se tracen líneas rojas. Las nuevas generaciones encaminan otras formas de entendimiento y de lucha para dejar atrás la lógica del reparto y la convivencia confesional excluyente, concebidas como antídoto de los conflictos. Se están resquebrajando las barreras identitarias, las pertenencias facciosas, que por décadas han dividido y confrontado a los libaneses. Ondea una sola bandera. Existe la oportunidad de apartarse de los líderes; de probar que no son apáticos, sino perfectamente capaces de exigir, reclamar, ocupar y sumar voluntades para forjar otra patria, con tenacidad y de manera incluyente. Felizmente, miles de ciudadanos chiitas y cristianos han optado por saltarse el cerco de las lealtades milicianas.

El gobierno, sostenido por Hezbollah, que manda sobre los sunitas y los cristianos que respaldan al presidente Aoun, ha hecho promesas vacías para ganar tiempo, apostándole al desgaste y cansancio. La renuncia de Saad Hariri como Primer Ministro, no será, ni por asomo, la antesala del cambio de régimen. Veamos que las fuerzas de seguridad interior y el ejército no han accedido a poner fin, por la fuerza, a las manifestaciones de protesta, habiendo hecho suyo el compromiso de proteger a los ciudadanos y salvaguardar el frágil estado de derecho, los bienes públicos y privados. Ambas fuerzas reconocen que se trata de una crisis política, no de seguridad. Ello hace urgente proteger, a tan inesperada encrucijada, de sus esperables enemigos y detractores, procurando que las ambiciones no la frustren, que las expectativas populares encuentren cause, consiguiéndose una salida a la crisis. Habrá que impedir que prosperen las esperables interferencias saudita e iraní, o que la dinámica contestataria sucumba a causa de la violencia fratricida. El pueblo libanés va a necesitar de gran astucia, resolución, coraje y valentía para que, dentro y fuera de sus fronteras, se comprenda lo que está pasando. Sólo así, las demandas y reivindicaciones desembocarán en reformas políticas y económicas viables, abriendo paso a la reconstrucción institucional de un nuevo pacto nacional, sobre nuevas bases, con otros cimientos, fincados en los valores de la justicia, la libertad, la democracia y la independencia.

@JAlvarezFuentes

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