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El sonido y la furia

JUAN VILLORO

En enero de 1994 entré al salón 203 de la Universidad de Yale. Harold Bloom había llegado antes que nadie y hojeaba la edición Riverside de las obras de Shakespeare. Así entraba en personaje el histriónico profesor. Sus primeras palabras salían en el tono de quien detesta el invierno y ha leído lo suficiente para decepcionarse de la realidad. Un hombre cansado de luchar contra el clima y los molinos de viento de la ignorancia: "Tuve que negociar mi camino entre la nieve. Si resbalo, voy a quedar como Humpty Dumpty, sin poderme levantar", dijo con melancolía. Era gordo de un modo "erudito": su sobrepeso parecía efecto de las lecturas que había asimilado. A los 64 años, hablaba como si hubiera alcanzado la edad de los profetas y le decía "child" a los alumnos, al modo del doctor Johnson.

Con el cabello revuelto por el viento, encarnaba al visionario trágico, que alerta de peligros que no podrá evitar. "Si quieren un Shakespeare 'francés' ésta no es su clase", advirtió: "No vamos a leer a Lacan, Foucault, Derrida ni a otros miembros de la Escuela del Resentimiento. Si alguien ya tomó un curso conmigo y no aprobó, ¿para qué quiere volver con el monstruo? Y si alguno se interesa en el Ladrón de Viena, le recomiendo que no regrese: ¡Freud le robó todo a Shakespeare!", al llegar a este punto ya se había animado para interpretar un torrencial acto de "bardolatría": todo lo que somos, lo que vemos, lo que sentimos, fue concebido por un sorprendente hombre común, alguien agradable con quien compartir una copa de vino, un genio que ignoró su grandeza y escribió con placer, prisa y desesperación, el autor de nuestras emociones: El Bardo.

En La angustia de la influencia, Bloom se había referido a la forma en que cada autor crea el linaje que lo antecede y otorga nuevo significado a sus maestros. Borges lo expresó de este modo: gracias a Kafka, la fábula de Aquiles y la Tortuga, concebida por Zenón de Elea en el siglo V a. C., puede ser vista como "kafkiana".

Por entonces, Bloom preparaba su titánico repaso de la literatura entera, El canon occidental. Al centro de esa arbitraria y brillante obra, colocaba, por supuesto, al Cisne de Avon.

El tema del curso llevaba el sugerente título de "La originalidad en Shakespeare". Hubo un tiempo, ya inconcebible, en que las comedias, las tragedias y los sonetos que cambiaron la cultura no habían sido escritos. ¿Podemos entender que eso fue novedoso? ¿Es posible que concibamos un mundo ajeno a esas palabras? Asombrosamente, la voz de Shakespeare fue original.

En el trato con los alumnos, Bloom era tan caprichoso como en todo lo demás. Cuando un muchacho con gorra de beisbolista y las ojeras de quien se ha desvelado para preparar la clase hacía una compleja observación, él movía la cabeza como si tuviera agua en los oídos, expulsaba una bocanada de aire y dictaminaba: "Ay, niño, ¡estás brillantemente equivocado!". En cambio, si una hermosa chica se identificaba con Ofelia, respondía: "¡Qué sagaz de tu parte!".

Adicto a los juicios contundentes, afirmaba: "Shakespeare resiste todo, incluso a Peter Brook". Arremetía contra el célebre director inglés casi tanto como contra Freud.

Pero ciertos colegas le merecían respeto. Ese invierno, los profesores asistíamos a un seminario del eminente Frank Kermode, también especialista en Shakespeare. Sir Frank exponía sus ideas con la cautela de quien sabe que todo puede ser entendido de otro modo. Bloom apreciaba su amor al detalle, pero recibía esas matizadas argumentaciones con la esforzada cortesía de quien acepta una cerveza sin alcohol. En el vasto reparto shakespearano, se identificaba con Falstaff, el irónico y rubicundo bebedor: "Hamlet es el embajador de la muerte y Falstaff el de la vida", escribió con claro sentido del autoelogio.

Su cruzada literaria desembocó en Shakespeare. La invención de lo humano, que Tomás Segovia tradujo en forma admirable al español. En el ensayo "El Rey duerme", de mi libro De eso se trata, quise relacionar ese libro emblemático con los apuntes que tomé en su curso.

Harold Bloom murió el 14 de octubre, a los 89 años. Aceptar la totalidad de sus ideas es tan imposible como ignorar su volcánica elocuencia. Siguiendo su lógica, podemos suponer que él mismo fue una invención de Shakespeare y escenificó en sus clases lo que ya se anunciaba en Macbeth: el sonido y la furia.

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