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Incertidumbre y certeza

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

La queja en torno a la falta de certeza en los objetivos y las acciones de la administración adquiere, por momentos, un tinte de añoranza por el pasado reciente. Aquel donde el país -con un radio de giro limitado a la derecha- marchaba lubricado por la corrupción, impulsado por las transas y los arreglos cupulares, esquilmado por el crimen y conducido por una reducida élite de una rapacidad voraz.

Falta saber, desde luego, el resultado, el calado y el efecto de las acciones emprendidas o desatadas por la actual gestión. Sin embargo y aun cuando es prematuro, hay quienes ya presagian el fracaso, pintan la acuarela del desastre y, sin reconocer el absurdo, instan a regresar al punto de partida. Advierten un retroceso y, curiosamente, recomiendan regresar a lo de antes. Meter reversa, según esto, para retomar el camino conocido y avanzar. El país o una buena parte iba mal, pero -eso sí- había certeza.

Inquietan no sin motivo cuatro cuestiones. Uno, que las acciones de gobierno partan de un mal diagnóstico y, en tal virtud, agraven en vez de resolver problemas. Dos, que el ala radical o los aliados torpes del lopezobradorismo quieran ir más allá de donde el margen lo permite o confundan el cambio con la revancha, o bien, la elección con una revolución. Tres, que conversos afiliados a la causa incidan en las conductas supuestamente aborrecidas. Y, cuatro, que el propio presidente López Obrador no repare en el modo, ritmo y tono de su proceder.

Lo cierto es que, sin una carta de navegación probada -no la hay-, la administración ensaya un nuevo derrotero. Y algunos sectores y actores, a veces beneficiados o privilegiados por las anteriores gestiones, resisten experimentar o explorar una ruta distinta a la conocida. Se iba a un desfiladero, pero el camino y el paisaje no lo sugerían.

El punto es que, como hacía tiempo no ocurría, se está ante lo incierto y, no hay por qué asombrarse, a pocos les gusta estar frente a lo desconocido. No en vano el refrán: más vale malo por conocido... Se está ahí con un añadido: el entorno económico y el vecino poderoso no ayudan, complican el cuadro.

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Tanto por lo que se presumía o sabía, como por las constantes e indignantes revelaciones que ahora afloran, la corrupción -en su múltiple y muy variada expresión- venía corroyendo la estructura del país. Funcionaba, pero a saber por cuánto tiempo más.

Incluso, cabe una terrible posibilidad. Extraer, de súbito, ese lubricante de la maquinaria del Estado puede terminar por desbielarla. Tanto compenetró ese aceite a los metales, al andamiaje del sistema que, de pronto y como se ha llegado a ver, hay áreas vinculadas del sector público y del privado que, sin ese unto, no operan. Crujen y amagan con tronar.

El afán de encubrir esa forma de operar alteró hasta el vocabulario. El moche se aplicaba a la práctica de bajar recursos públicos; el diezmo, a la licitación de contratos públicos hecha a la medida del interesado; la mordida, a la dádiva para evadir una sanción, brincar un trámite o hacer algo prohibido; la propina, a la posibilidad de ocupar un espacio público privatizado por un particular; la cooperación impuesta, al encargado de levantar la pluma en la caseta de peaje tomada; el derecho de piso, al cobrador del tributo impuesto por el crimen por trabajar... Vocablos todos que se resumen en una palabra: extorsión.

La extorsión, una de las tantas formas de corrupción, se volvió una forma de relacionarnos, entendernos y operar.

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La naturalización de la extorsión como lubricante para el funcionamiento de algunas actividades y acciones, se sofisticó en el terreno político. Ahí, las políticas del canje y la transa, de las cuotas y los cuates alcanzaron un grado de complejidad superior en el reparto y la distribución del poder.

Parte de la inoperancia de la oposición y la liviandad de los contrapesos encuentran ahí y hoy explicación. Obviamente y como las anteriores, la nueva gestión busca acumular y reconcentrar el poder, pero la alfombra roja a esa posibilidad la extiende en muy buena medida la relación establecida entre los partidos Revolucionario Institucional y Acción Nacional, incluidos en el paquete los últimos rayos del sol azteca. Y favorece también esa posibilidad la forma en que esa élite política integró y configuró los contrapesos.

Los hay, pero son contados los cuadros opositores con autoridad moral y destreza política para operar y funcionar en la nueva circunstancia. La mayoría resiste con temor. A más de uno lo inhibe o persigue su pasado y, aun así, los partidos los sostienen, porque removerlos rompería los arreglos internos de su organización. Privilegian la política hacia dentro, no hacia fuera y, así, debilitan o anulan su actuación al exterior. Figuran como opositores, pero no lo son. No pueden.

En cuanto a los contrapesos, su situación no es muy distinta. El cambio en la correlación de fuerzas políticas los dejó en el desamparo o los huesos. Ejemplo de la semana, Eduardo Medina Mora: su origen marcaba su destino, sobre todo, después de la alternancia. (Véanse, si interesa, el Sobreaviso del 21 de febrero de 2015 y del 14 de marzo de 2015, "¿Ministro sin toga ni birrete?" y "Un embajador en la Corte"). Producto de un acuerdo entre el PRI y el PAN y de los servicios prestados al correspondiente grupo en el poder, Medina Mora vistió un traje que no le quedaba, aunque supuestamente estaba hecho a su medida.

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Quejarse por la falta de certidumbre esconde, sin querer, la nostalgia por la certeza supuesta en la carrera emprendida por el país hacia el abismo. Es incierto, en efecto, el destino de la actual administración, pero es un alivio ensayar algo distinto para salir de la impunidad, la inseguridad y la desigualdad.

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