
Portada de la Revista Cultural El Puente, número 4 de fecha mayo - junio de 1991.
Empezaré con el primer artículo publicado en esa fecha de la autoría de Elías Trabulse, titulado: Liros de cabecera para un Historiador autodidacto.
El Dr. Elías Trabulse, Profesor del Colegio de México desde hace muchos años, es miembro de Número de la Academia Mexicana de la Historia, y uno de los historiadores más prestigiados del país; decía Diderot que los libros que leemos dejan un sentimiento en el espíritu aun después de que los hemos olvidado. Y es particularmente cierto con los libros de historia. Podemos olvidar nombres, fechas, lugares. Lo que nunca desaparece del espíritu del lector es la visión del pasado que el autor plasmó en su obra. No importa cuán objetivo, riguroso, científico e imparcial pretenda ser un historiador, nunca podrá ocultar demasiado su personal visión de ese pasado que intente describir. Y en esto radica el atractivo de la historia, en que el rigor metodológico no excluye la visión poética, subjetiva, de la redacción final. Michelet lo decía con una breve frase: "Escribir historia es revivir el pasado como yo lo puedo imaginar". Es pues un acto de creación que tiene tanto de arte como de ciencia.
Yo, en lo personal, a veces he dudado si lo que más me agrada al leer historia es conocer el pasado, o conocer ese pasado reflejado en el espíritu del historiador que me lo narra, y es posible que prefiera ese último aspecto, pues pretender que uno puede conocer el pasado tal como fue, en toda su dimensión, es obviamente imposible. En cambio, una obra histórica, es el reflejo en el tiempo del espíritu del autor. Por eso dije que los libros de historia, más que cualesquiera otros siempre dejan un rastro, pues no sólo describen hechos que les ocurrieron a otros seres humanos, sino también nos revelan al autor con sus ideas y prejuicios, sus simpatías y antipatías.
En ese sentido, escribir historia es una forma de confesión personal, quizá la más auténtica, pues se trata de un hombre que al hablar de sus semejantes de otras épocas está también hablando mismo. Además todos los historiadores, lo confiesen o no, escriben por un sólo motivo: porque recordar es existir y perder la memoria es desaparecer, por eso Herodoto, el primero de mis historiadores, dice que escribe para que no se pierda el recuerdo de las hazañas de los hombres y Tucídides afirma que su obra está destinada a que la posteridad, al recordar el pasado, pueda dominar el futuro:
Si Herodoto es el historiador viajero que describe lugares y pueblos, Tucídides es el historiador político por antonomasia. Frente al florido relato del primero tenemos ahora el relato seco de una mente lógica. Su historia de las guerras del Peloponeso, escrita hacia el año 400 de la Era Cristiana, describe la guerra entre Esparta y Atenas, y aunque la dejó inconclusa, al parecer murió con la pluma en la mano, nos narra todos los antecedentes de ese devastador conflicto.
Un griego, Polivio, una historia universal, que es acaso la mejor historia de la Roma Republicana. Pero no sólo eso, Polivio era también un filósofo de la historia, pero no porque tuviera un sistema filosófico que aplicara a la historia, sino porque, al estilo que adoptarían los ilustrados del Siglo XVIII, gustaba de reflexionar sobre el pasado y sacar sus conclusiones acerca del futuro.
Si Polivio es el profeta de la descendencia romana, Tito Libio en su Historia de Roma fue su mejor panegirista. A él se debe un género histórico que después ha tenido innumerables continuadores: la mitografía patriótica. Roma es el primer pueblo de la tierra; sus héroes sobrepasan en sus hazañas lo hasta entonces conocido. Incluso sus orígenes son casi sobrenaturales: una loba amamanta a Rómulo y a Remo para que sean los padres de Roma.