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De la utopía democrática a la distopía autocrática

Urbe y orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Los cambios de era, como al que asistimos, siempre van acompañados de la exacerbación de las contradicciones, de la ruptura de las antiguas certezas y de un período de inestabilidad e incertidumbre. Las contradicciones se manifiestan no sólo en la evidencia cada vez mayor de las desigualdades que esconde el sistema político-económico dominante, sino también en el choque de conceptos o ideas.

Seguridad nacional contra libertad individual. Seguridad pública contra derecho a la privacidad. Tecnología contra privacidad. Derecho al buen nombre contra libertad de expresión. Libertad de expresión contra verdad pública. Colectividad contra individualismo. Celeridad autoritaria contra cautela democrática. Hiperactividad discrecional contra rendición de cuentas. Poder de la mayoría contra derecho de las minorías. Globalismo contra nacionalismo. Liberalismo contra estatismo. Conservadurismo contra progresismo.

La controversia no está sólo en las redes, aunque ahí encuentra una resonancia inédita. También está en los gobiernos, en los parlamentos, en las calles, en las casas, en las mesas. Hay que reconocerla, pero, sobre todo, hay que discutir de lo que ocurre y de los riesgos que se posan por encima de las sociedades democráticas.

Esta reflexión cobra una relevancia especial a propósito de la reciente detención en Londres de Julian Assange, el fundador de Wikileaks, la asociación que puso en jaque al gobierno de Estados Unidos al publicar, entre muchas otras cosas, la mayor cantidad de cables diplomáticos en la historia y la forma masiva en que el aparato de inteligencia norteamericano espía lo mismo a gobiernos aliados que enemigos, y lo mismo a políticos que a ciudadanos.

La filosofía manifiesta que marca el actuar de Assange es que no puede haber gobierno democrático sin transparencia ni rendición de cuentas, así como tampoco puede haber democracia sin respeto a la privacidad. El activista australiano ha alertado en numerosas ocasiones del peligro que representa el poder de los gobiernos y la gran oligarquía tecnológica (hay que empezar a llamarla así) para la democracia y la libertad. El capital volcado en la tecnología ha penetrado el mercado y ha facilitado el camino. Los usuarios de dispositivos electrónicos renuncian voluntariamente todos los días a parte de su privacidad y libertad en aras de no quedarse atrás de los beneficios tecnológicos.

En su afán de mejorar la seguridad y disminuir los riesgos potenciales de rivales estratégicos, el terrorismo y el crimen organizado -ya sea de forma real o sólo como pantalla- el gobierno de Estados Unidos, otrora paladín de los derechos civiles, le quita espacio a la libertad y la privacidad y transita una vía en la que gobiernos autoritarios como China y Rusia llevan una amplia ventaja: vigilar a los ciudadanos. Y para ello se valen cada vez más de la tecnología: dispositivos móviles intervenidos, pantallas espía, cámaras de videovigilancia con reconocimiento facial, registros de navegación y todo lo que sume a conocer las actividades de políticos y particulares.

Pero desde la perspectiva del poder político estadounidense, Assange y Wikileaks son enemigos públicos ya que su proceder atenta contra la seguridad nacional y la integridad de la red de informantes que tiene Washington en todo el mundo. Quienes se colocan del lado del gobierno norteamericano defienden la necesidad de que el poder político establecido tenga sus secretos, catalogados como de Estado, para protegerse de intromisiones e inestabilidades que pueden redundar en el perjuicio público.

Lo inquietante es que el proceder de los gobiernos de las grandes potencias es replicado por gobiernos de países periféricos o entidades subnacionales que, bajo los mismos argumentos de seguridad y estabilidad, despliegan sus recursos para adquirir esa tecnología y ponerla al servicio del poder, no necesariamente de los ciudadanos. Resulta contradictorio y paradójico que muchos de esos gobiernos se conducen de forma discrecional en la administración del erario, operando programas y obras a espaldas de los ciudadanos, mientras defienden su posición de que para tener mayor seguridad es necesario que los integrantes de la sociedad renuncien a parte de su libertad y privacidad. ¿En realidad es un asunto de interés policial o se trata de fortalecer los mecanismos de control político?

El dilema va más allá de la lucha de conceptos planteada al inicio del artículo. Debemos comenzar a cuestionarnos en serio la legitimidad con la que un gobierno que falla en la transparencia o la rendición de cuentas puede, en contraste, hacerse de las capacidades suficientes para entrometerse en la vida privada de los ciudadanos bajo el falso argumento de que "el que nada debe nada teme". En esta evidente contradicción está el germen del autoritarismo, ese que se está esparciendo hoy por todo el mundo, ya sea de la mano de la ultraderecha o de la izquierda estatista.

Con una intuición basada en la observación, se percibe un abandono generalizado de la vocación democrática. Las sociedades muestran una creciente tolerancia al autoritarismo, por considerarlo más rápido y eficiente en el plano de las decisiones gubernamentales, mientras que la democracia cautelosa es denostada por lenta y temperada. Esa hiperactividad discrecional del gobierno constructor termina por ser más ponderada que el control estricto de los "engorrosos" mecanismos de rendición de cuentas.

Hubo un tiempo, hay que recordarlo, en el que la utopía pasaba por contar con gobiernos que representaran el interés común, que equilibraran las desigualdades de la sociedad basada en el libre mercado sin socavar la libertad individual, que garantizaran la seguridad pública sin mermar el derecho a la privacidad de los particulares.

Hoy, esa utopía se convierte en real distopía con gobiernos elegidos por la vía democrática que se alejan de los principios de la democracia, abandonan la rendición de cuentas como pilar de la legitimidad y representación ciudadana, construyen aparatos de control cada vez más sofisticados y ejercen poderes crecientemente discrecionales. El resultado más burdo son gobernantes cínicos y antidemocráticos y ciudadanos temerosos y/o tolerantes al autoritarismo. Sí, a George Orwell, autor de la novela distópica por antonomasia, 1984, también le espantaría.

(Esta columna volverá a publicación el lunes 24 de junio)

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