En mayo se conocieron algunos informes sobre el estado del medio ambiente y la sustentabilidad del desarrollo económico en el mundo, cuya relevancia no puede quedar relegada a unos reportes más de Naciones Unidas. No se trata de otras malas noticias, en esta hora incierta del mundo, sino información y elementos de análisis de primerísima importancia, cuyos alcances constituyen una muy grave señal de alarma. Una señal de alarma que demanda acciones eficaces y prontas que introduzcan cambios de fondo en la gestión internacional del medio ambiente, de la cooperación para el desarrollo, que exige una urgente movilización colectiva y amplia, la cual no se circunscribe a la actuación de los gobiernos, al éxito de las negociaciones y a la verificación de los compromisos.
Según el último informe del IPBES, -la plataforma intergubernamental que reúne desde 2012 los esfuerzos de cientos de científicos y diplomáticos para evaluar el estado que guarda la biodiversidad y los servicios para la conservación-, en los últimos 10 años, la naturaleza, en todo el planeta, está siendo destruida a un ritmo sin precedente, con el riesgo de la extinción de un millón de especies animales y vegetales. Lo cual en sí mismo es sumamente grave, pero lo es aún más, si se tiene también en cuenta, los impactos negativos para el bienestar y futuro de la humanidad. No se trata sólo de la perturbación de la biosfera y la pérdida de biodiversidad, a causa de la expansión de la agricultura y la ganadería, sino la contaminación de los océanos, la destrucción de arrecifes coralinos, manglares y humedales y la degradación de los suelos. Las selvas y bosques están desapareciendo de manera rápida, transformándose en sabanas. En la última década se han perdido más de 40 millones de hectáreas de bosque primario en los ecosistemas de alta biodiversidad y las poblaciones silvestres de vertebrados continúan declinado en forma dramática.
El modelo agroindustrial, que se basa en el uso intensivo de energéticos, de máquinas, fertilizantes, agroquímicos y pesticidas, en el desarrollo de semillas y plantas genéticamente mejoradas y en la propagación de cultivos transgénicos, ha hecho que tres cuartas partes de la tierra estén siendo convertidas en granjas, en asentamientos rurales, en terrenos cultivables o de pastoreo, a fin de producir más alimentos para una población creciente en el mundo. Es cada vez mayor y más extendida la contaminación de suelos, lagos y cuerpos de agua, además de la apropiación de los sistemas fluviales y utilización de los ríos para embalses, presas y la frecuente inundación de tierras destinadas a la producción agropecuaria. La creciente urbanización y la producción de carne tienen una correlación directa tanto con la contaminación atmosférica como con el incremento en los gases de efecto invernadero.
Además, como subrayara la OCDE en otro estudio reciente, el declive acelerado de la biodiversidad tiene consecuencias negativas para la economía global. A manera de ejemplo, si llegan a desaparecer las especies encargadas de la polinización, como las abejas, podrían estar en riesgo cultivos con un valor estimado de miles de millones de dólares. Por su parte, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, la FAO, advertía igualmente que la escasez del agua, los problemas de su calidad y saneamiento, los elevados costos de su purificación tienen efectos adversos para la seguridad alimentaria, la nutrición y las oportunidades educativas y económicas de millones de familias en situación de pobreza en todo el mundo. Si no se actúa ahora, la erosión acelerada del suelo tendrá, para 2050, consecuencias desastrosas.
En suma, el planeta enfrenta muy serios y graves problemas como la pérdida acelerada de la biodiversidad, la contaminación del aire, suelos, aguas y océanos, la erosión genética, el uso y la explotación insostenible del agua para la producción agrícola y ganadera. El agotamiento paulatino de los acuíferos y los mantos freáticos trae como consecuencia afectaciones negativas para la salud humana, la agudización de los desequilibrios ecológicos locales y regionales, y, finalmente, la agudización del cambio climático global, que debemos revertir.
Sabemos que los factores directos e indirectos de la degradación ambiental, a nivel planetario, son el desequilibrio energético producto de la civilización de los hidrocarburos y el carbón, el crecimiento de la población y la manera en que sea expandido la economía mundial. No obstante, debemos comprender que la ampliación de la mancha urbana a escala mundial, junto con la intensificación de las tasas de extracción y explotación en la producción minera, forestal y pesquera, así como el desarrollo de monocultivos en grandes superficies, estimuladas por el incremento de las exportaciones, son las causas de la acelerada destrucción de nuestro hábitat natural, y que, por ende, las maneras de poner remedio a la sustentabilidad amenazada no sólo están en buscar la transformación rápida y profunda de nuestros patrones de producción y consumo. Hay más en juego para asegurar la sustentabilidad para las generaciones futuras. La responsabilidad de actuar a fondo y en forma urgente recae no únicamente en los gobiernos nacionales, -sin restarle un ápice al importante papel que tienen-, sino exige, con extrema urgencia la participación de todos: de los estados, de los organismos internacionales, de las instancias subnacionales y las autoridades locales, de las grandes empresas, de las organizaciones sociales, y, en última y primera instancia, de los ciudadanos. De nosotros. Escuchemos el reclamo de la joven Greta Thunberg y de millones de jóvenes, antes de que sea demasiado tarde.
