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Costos ¿y beneficios?

LUIS RUBIO

El presidente avanza con celeridad en todos los frentes. En el ámbito económico, ha neutralizado, desmantelado o disminuido a prácticamente todas las entidades diseñadas para regular inversiones y el funcionamiento de mercados, incluyendo la electricidad, los hidrocarburos, así como los consejos de administración de las empresas "productivas" del estado y los bancos de desarrollo. Aun antes de iniciar el sexenio, ya había cancelado el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México y anunciado la construcción de proyectos de dudosa viabilidad económica, como la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya. Cada una de estas acciones tiene implicaciones para el presupuesto gubernamental y para la credibilidad del gobierno en su conducción económica y, sin embargo, no ha tenido costo aparente. El presidente, de facto, ha desafiado a los mercados financieros y a la ortodoxia económica sin que sus decisiones manifiesten consecuencia negativa alguna en las variables más evidentes, comenzando por el tipo de cambio. La pregunta es por qué.

Cuenta la leyenda urbana que cuando el hoy presidente se aprestaba a anunciar la cancelación del aeropuerto, sus principales asesores le advirtieron sobre las posibles consecuencias de su decisión, siendo la primera una depreciación del tipo de cambio. El presidente siguió adelante con el anuncio y no pasó absolutamente nada. Por el contrario, el peso se apreció después del anuncio lo que, según la rumorología, desacreditó a sus asesores y afianzó la convicción del presidente de que sus decisiones son aceptadas como necesarias y producto de consideraciones morales y políticas sensibles y razonables.

Pero las decisiones del presidente López Obrador han sido todo menos sensibles y razonables. Peor aún, su proyecto para la concentración del poder avanza sin pausa, barriendo no sólo con los endebles contrapesos que se fueron construyendo a lo largo de las últimas décadas, sino que incluso amenaza con seguir por la misma senda respecto a la Suprema Corte de Justicia. El afán por reconstruir una presidencia todopoderosa prosigue incólume.

Envalentonado, su gabinete adopta posturas y determinaciones que afectan contratos y prácticas que son comunes en todo el mundo, como ejemplifican los relativos al suministro de gas a la CFE, los cuales estipulan que la empresa debe pagar por el gas, lo utilice o no. Esta práctica (encumbrada en los contratos respectivos) es la forma en que los inversionistas privados que pagaron por la construcción de los gasoductos recuperan su inversión. Es decir, no tiene nada de excepcional y es clave para el suministro de electricidad.

El punto de fondo es que el gobierno ha estado modificando las estructuras institucionales, cambiando contratos o amenazando con su alteración y creando un entorno sumamente incierto para nuevas inversiones. ¿Quién querría arriesgar su capital cuando las reglas del juego son susceptibles de alteración en cualquier instante? Los inversionistas requieren certeza de que los modos de proceder de las autoridades son anticipables y confiables, pues nadie invertiría en un entorno impredecible.

Sin embargo, a pesar de que la incertidumbre crece y comienza a aparecer su prima hermana, la desconfianza, nada parece afectar al entorno de aparente calma y estabilidad, especialmente el tipo de cambio.

Esto no tiene precedente. En las décadas pasadas, cada que un gobierno apenas mencionaba cualquier cambio en las reglas del juego, el efecto se manifestaba de manera inmediata en el valor del peso frente al dólar; nada de eso ha ocurrido en estos meses. La razón de ello es muy simple: la estabilidad no proviene, como cree el presidente, de su propio actuar y honestidad, sino de los agentes financieros del exterior, que siguen comprando bonos del gobierno mexicano.

Lo hacen bajo dos premisas: primero, por el diferencial de tasas de interés que están pagando los bonos mexicanos, que al ser superior a 5%, los hace muy atractivos. Segundo, esas inversiones siguen las señales de las agencias calificadoras, quienes han mantenido el grado de inversión para el papel mexicano. Nadie sabe cuánto tiempo seguirá siendo cierto esto último pero, mientras esto no cambie, los inversionistas de portafolio mantendrán su interés por estos instrumentos. Es decir -paradoja para una administración que se dice nacionalista-, la estabilidad del gobierno se ha tornado absolutamente dependiente de los mercados financieros.

En 1992, George Soros le propinó una profunda humillación al gobierno británico, luego de especular contra su moneda. El acto fue descomunal: el Reino Unido sucumbió ante el ataque de un actor privado cuando presidía a la entonces llamada Comunidad Europea y tuvo que abandonar el ERM, el mecanismo europeo de coordinación monetaria, con la cola entre las patas. Paul Lepercq, un agudo comentarista, escribió entonces que el asunto había sido tan dramático que, de haber ocurrido un siglo antes, el financiero habría sido decapitado.

Los mercados financieros no se guían por consideraciones morales: sólo aprovechan oportunidades de arbitraje. Tan pronto las realidades internas y externas se empaten -lo que inexorablemente ocurrirá- vendrán los platos rotos y las cuentas por cobrar.

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Escrito en: Editorial Luis Rubio

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