Lo que no tiene nombre es seguir dejando a los niños, a los alumnos de preparatorias y universidades sin clases. La eternizada discusión provocada en torno a una Reforma Educativa hace tiempo pasó de lo razonable y explicable y ha llegado al punto en que se requiere con urgencia la intervención del Presidente de la República. La prioridad está en llegar a un acuerdo que garantice a la juventud de México la preparación que necesita.
Ahora es en el Senado cuando las dotes de conciliador de Andrés Manuel López Obrador tienen que lucir. No se trata de ser árbitro. Hay una gran diferencia. El árbitro apunta los méritos de cada parte y si mucho ofrece salidas al problema. El papel que México necesita que el presidente asuma es dar la solución, respaldada con su autoridad, a una situación donde los daños a los decenas de miles de educandos consisten en pérdidas e incluso de diplomas y títulos.
El presidente no ha sido electo para ser mero testigo mudo de la destrucción del sistema educativo nacional. Tiene la inexorable responsabilidad de defender los derechos de cada uno de los habitantes de este país como si el peligro proviniese de un enemigo extranjero. Lo irónico esta vez el enemigo es nacional.
La obligación del presidente es asegurar que todos los estudiantes mexicanos puedan ejercer sus derechos. Está de por medio la clara obligación del Jefe del Estado de actuar para que no se desmadeje el sistema educativo por culpa de intereses de grupos minoritarios, que implican acentuar la debilidad de la escolaridad lamentablemente ya registrada a nivel internacional. López Obrador no puede esquivar este hecho alegando que sus datos son diferentes a los que tienen órganos y fuentes acreditadas.
No es correcto que se haya reducido el tema de la reforma educativa a un mero conflicto de prestaciones laborales. Podríamos discurrir largas horas sobre teorías sobre la educación pero no podríamos apartarnos del tema central consistente en que hay que mejorar lo que se le ofrece a nuestros educandos y confirmar el mejor trato posible a los maestros y profesores orientándolos hacia su modernización.
El desordenado asunto de la Reforma Educativa tiene que afectar inevitablemente otros contornos de la vida nacional de México especialmente en esta fase que López Obrador ha querido lanzar como la Cuarta Transformación sin prever los liderazgos confiables. Por el contrario, el liderazgo efectivo de la CENTE es la única realidad que existe. El tremendo error del sexenio pasado fue haber debilitado al Sindicato de Maestros para favorecer a la Sección 22 y otras semejantes y convertirlas en voceros y es el que paradójicamente AMLO no ha querido o no se ha atrevido corregir.
El asunto no se limita a poner orden en el magisterio. Tiene que ver directamente con la capacidad productiva de México en términos de bienes y servicios que determinan si se puede alcanzar los niveles de vida a los que aspiramos. Lo que no puede es estar sujeta a decisiones impredecibles y erráticas.
Estos asuntos son reales y requieren una organización bien informada y sólida. El empeño de llevar a México a condiciones de justicia y equidad es admirable y respetable. Si López Obrador ha lanzado al país sin más orientación que la que expresó en su libro de campaña, el resultado está a la vista en el ensayo por imponer su propia Reforma Educativa que cayó bajo el liderazgo de la CNTE organización corrupta e incontrolable que impedirá que logremos el ideal de un nivel cultural y académico con un magisterio preparado acorde a un país progresista.
El que la Reforma Educativa de López Obrador solo suplante a la de Peña Nieto con nuevos defectos es una pobre justificación.
Lo que es más grave e inquietante es que el Presidente haya perdido el liderazgo, como lo perdió su antecesor y todo el proyecto reformador se haya desbarrancado a la cañada de la CNTE. El líder carismático ha dejado de serlo a cambio los votos que necesitaba.
