EDITORIAL Sergio Sarmiento Caricatura Editorial Columna editoriales

Plácido Domingo le canta a Torreón

SIN LUGAR A DUDAS...

Plácido Domingo le canta a Torreón

Plácido Domingo le canta a Torreón

PATRICIO DE LA FUENTE

“Nada, nadie. Después de los pavorosos terremotos del 19 y 20 de septiembre de 1985, en la ciudad de México nada ni nadie serán nunca más los mismos. Pánico, desesperación, rabia, impotencia, horror, rescates, solidaridad, muerte, la megalópolis sembrada de destrucción por doquier. De inmediato, desde el primer momento, obedeciendo a un extraordinario sentimiento colectivo, los sobrevivientes se lanzaron a las tareas de rescate, la inmensa mayoría de ellos sin más medios que sus manos, su emoción, y en casos incontables, su heroísmo”.

NADA, NADIE: LAS VOCES DEL TEMBLOR.

“Un chavo banda ayudaba a Olga de Juambelz, de El Siglo de Torreón, a repartir zapatos, al verle a él los zapatos hechos tiras le dijo: ”Oye, agarra de ahí unos zapatos que te queden” y el chavo banda respondió: ”Oiga señora, ¿acaso usted cree que yo soy un damnificado? ¡Pues no, no lo soy y no me pongo nada!”:

Elena Poniatowska

Recuerdo la imagen como si hubiera sido ayer. Todos atesoramos memorias del niño que fuimos, unos difusos, otros más nítidos y también aquellos que nos marcan para siempre.

A los 7 años escuché hablar de Plácido Domingo por primera vez. Poco tuvo que ver con la ópera, los papeles que había desempeñado o las extraordinarias cualidades de su voz.

Fue mi abuela Olga quien entonces me contó sobre lo mejor que tiene Plácido y que lo hace un hombre excepcional e irrepetible: su infinita solidaridad con el prójimo.

Como era habitual cuando se encontraba en la Ciudad de México, aquél día de 1985 comimos en casa de mi abuela. Cosa rara, cuando llegamos ella no estaba. Recuerdo que minutos después entró al comedor, sin hablar.

Venía de el Centro, despeinada, ni una gota de maquillaje, vestida de sport y con resabios de polvo sobre la ropa. Nadie, nunca, la veía así. Son licencias que jamás se permitía, dionisíaca como supo estar hasta el fin de su vida.

Por eso me impactó aquello. Me impactó porque además la turbación que la aquejaba trascendía lo físico, su aflicción era mucho más honda. Algo se le había roto por dentro. A los 7 años, yo percibía tal dolor e impotencia.

Indispuesta, triste como jamás le gustaba que la viéramos. No lloraba pero sus ojos lo decían todo. El ánimo disperso, en otro lado, transitaba Doña Olga entre la desesperanza de haber sido testigo del horror, pero también comenzó a aflorar en ella un sentimiento indescriptible de orgullo. Y es que junto con otras personas lograba, quizá sin saberlo, algo extraordinario: ver florecer a la sociedad civil.

Al principio de la comida permanecimos callados, yo sabía que algo ocurría pero no comprendí las razones del silencio alrededor de la mesa. Notaba que mi país estaba triste y lo afligía un luto colectivo después del terremoto del 19 de septiembre.

También recuerdo que los maestros no me permitían ir a clases porque “no era seguro”, decían, y que mis padres nos habían prohibido acercarnos al televisor. Supongo que querían blindarnos del impacto que supuso todo aquello. Luego de unos minutos que me parecieron eternos, Doña Olga empezó a contarnos lo que sus ojos, despampanantes y curiosos, habían atestiguado.

Y así transcurrieron días de crónicas. Mi abuela, como muchos, se convirtió en brigadista y durante semanas casi no salió del centro de la ciudad. Ayudaba en lo que podía, nunca toleró la injusticia y luchó porque la vida de muchos no lo fuera tanto.

Algo sabía yo de la asombrosa solidaridad y empatía que la caracterizaba. Fue voluntaria en el Hospital General pero de aquello contaba poco pues tenía un gran sentido del recato como para ponerse a hablar de lo que hacía por los demás. En tal sentido, Olga de Juambelz y Horcasitas personificó el encanto de la discreción.

Sin embargo, sobre el sismo y el recuerdo de aquel tiempo se abrió a capa y espada. Para ella fue un ejercicio de catarsis y sanación pero también lo hizo buscando construir la memoria histórica de 1985. Para nosotros, su descendencia, su actuar significó una de las mejores lecciones de humildad, solidaridad y amor por el prójimo que habría de legarnos.

El ser humano logra su verdadera trascendencia y felicidad, recordaba Doña Olga, cuando pone parte de su tiempo y de su vida al servicio de los demás.

“Estoy organizando lo alusivo a las brigadas. A nosotros nos toca hacer tal y tal cosa. Al rato viene Elenita, todos los víveres los estamos guardando en casa de Alicia.”, decía. Claro, Elenita era Elena Poniatowska, su entrañable amiga, pero Doña Olga la nombraba con esa misma sencillez que sobre cualquier otra consideración privilegia la amistad y el talento.

Y así como escuché cosas de Elenita y llegué a conocerla muy bien, también la oí hablar con tremenda admiración de Plácido Domingo porque tenía familia en México, porque él también estaba enterrando a sus muertos, porque su luto y dolor trascendía el interés particular. Supe que Plácido, como lo llamaba mi abuela, había puesto alma, corazón y vida, además de su fama y enorme visibilidad, al servicio de nuestro país tras los días aciagos del terremoto.

Incluso, durante años, destinó gran parte de las regalías de sus conciertos para apoyar a las víctimas. A la fecha, Plácido Domingo sigue respaldando un importante número de causas a favor de quienes menos tienen.

Cuando el Gobierno de Miguel de la Madrid nos dejó en tinieblas y en su pequeñez no supo reaccionar, gracias a miles de personas como Plácido Domingo nuestros muertos y damnificados no estuvieron solos. Gracias a Plácido no los hemos olvidado porque no hay peor muerte que la desmemoria colectiva. Gracias a él, hoy los recordamos.

Plácido Domingo participó activamente en las labores de rescate en 1985. Como es sabido, él perdió a cuatro familiares muy cercanos al colapsarse el edificio donde vivían en Tlatelolco. Por ello, hizo de México su causa personal y jamás renunció a ella.

Hace algunos años, el artista recibió el Premio Ángel de la Ciudad que le otorgó el gobierno capitalino en reconocimiento a quienes jugaron un papel destacado a raíz de aquellos sucesos.

Hacia 2007, Coahuila y la Comarca Lagunera perdieron la calma de siempre. Nos robaron la libertad, la tranquilidad y un poco, también nos arrebataron la vida y toda añoranza de futuro. Ahí comenzamos a morir, difuso el porvenir y rota la calma. Luego las cosas cambiaron. A la larga, vencimos al mal.

Hoy por la noche desde la Plaza Mayor, un gran señor le canta a Torreón como recordatorio de que el poder de la música todo lo salva y con todo puede. No importa qué tan grandes o difíciles sean las tribulaciones de una comunidad, la música las hace más llevaderas. El que Plácido Domingo venga aquí nos recuerda que siempre existe la esperanza y que todo, hasta el horror, se acaba.

Sé también que desde donde está, Doña Olga se siente feliz de ver a su querido Plácido cantándole a su adorado Torreón. Por los muertos de 1985 pero también celebrando la vida y nuestra capacidad, a veces extraviada, de darle amor y cobijo al prójimo. Ese amor desinteresado que se otorga sin miramientos ni contemplaciones. Se llama hacer ciudadanía e implica nuestra más grande responsabilidad con el mañana y los sueños de las generaciones venideras.

¡Bienvenido, Maestro! Gracias por 1985 y las lecciones de empatía. Sobre todo, gracias por cantarle a Torreón, lugar que venció los avatares del desierto y donde hoy, a pesar de los pesares, florece la esperanza.

Twitter @patoloquasto

Leer más de EDITORIAL

Escrito en: sin lugar a dudas

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Plácido Domingo le canta a Torreón

Clasificados

ID: 1563021

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx