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Repensar la metrópoli

Urbe y Orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Vivimos en un espacio físico específico, pero, queramos o no, estamos más conectados que nunca con el mundo. Lo que sucede en otros lados tiene un efecto directo o indirecto en nuestro lugar de residencia. Lo nuevo de este fenómeno, presente de alguna manera ya en épocas pasadas de tecnología menos desarrollada, es la inmediatez. Los procesos sociales, económicos, políticos y culturales se han ido acelerado. Los ciclos son más rápidos, incluso al grado de que rebasan nuestra capacidad de asimilación y adaptación. El fenómeno urbano y metropolitano es un ejemplo de ello. Entre las aldeas tribales y la eclosión de las primeras ciudades como nueva forma de vida pasaron milenios. En contraste, la conformación y proliferación de metrópolis y megalópolis, fenómeno característico de nuestro tiempo, se ha dado en cuestión de décadas.

El primer gran momento de la ciudad como asentamiento humano se vivió en lo que conocemos como la Antigüedad Clásica, entre los siglos V a. C. y II d. C., un período en el que el poder económico, político, social, cultural y religioso se concentraba en las urbes desde las costas atlánticas de Europa y el Norte de África hasta el litoral pacífico de Asia Oriental, dentro de un mundo conectado por las rutas marítimas y caravaneras terrestres. El continente americano permanecía aislado con un desarrollo propio. Si bien en aquel orbe eurasiáticoafricano la ciudad era el organismo que dirigía los destinos de las sociedades, desde donde emanaban las decisiones más importantes, la mayoría de la población seguía viviendo en las zonas rurales que generaban los recursos que necesitaba la civilización urbana para subsistir. Esta dicotomía provocó grandes contradicciones que terminaron por contribuir a la caída de ese antiguo orden.

Tras el lento colapso y transformación del mundo clásico, la civilización urbana sufrió un repliegue, las ciudades decayeron y el área rural se convirtió de nuevo en el eje del poder, al menos en Europa. En Asia, la ciudad mantuvo su protagonismo con la expansión del Islam y el fortalecimiento de estructuras imperiales en India y China. Y es entre los siglos XIV y XVI que los centros urbanos europeos experimentan un nuevo auge, ya no sólo como puntos donde converge el comercio y la política, sino sobre todo como grandes concentradores de capital y, otra vez, de población. Con el capitalismo y su expansión colonialista e imperialista inicia un proceso de crecimiento de la civilización urbana que alcanza niveles nunca antes vistos en el siglo XX. Es la era de la gran revolución urbana. Grandes masas de población se trasladan de zonas rurales a ciudades, atraídas por un desarrollo industrial inusitado que generó oportunidades de trabajo que el campo ya no ofrecía. En la década actual, por primera vez en la historia, más de la mitad de los seres humanos viven en ciudades. En México, 8 de cada 10 personas habita en una urbe.

Conforme las manchas urbanas se fueron expandiendo absorbieron comunidades rurales y se pegaron a otras ciudades para formar lo que hoy conocemos como metrópolis o zonas metropolitanas. Si hace 2,000 años urbes como Roma, de más de un millón de habitantes, eran la excepción, hoy abundan en todos los continentes y con varios millones de pobladores más. La gran contradicción de estas aglomeraciones es que, así como ofrecen enormes oportunidades para sus habitantes, al concentrar servicios, fuentes de empleo, comodidades y riqueza material y cultural en un mismo espacio, representan grandes desafíos para sus habitantes y autoridades. La dinámica integradora de las zonas metropolitanas exige a los gobiernos locales, subnacionales y nacionales no sólo mejorar la coordinación, sino también replantear todos los esquemas de gobernanza y toma de decisiones.

Hace menos de un siglo, en México sólo había una aglomeración que pudiera considerarse como zona metropolitana. Hoy suman más de 70. Las dinámicas sociales, culturales y económicas de estas áreas han rebasado las capacidades políticas de las autoridades que, en la mayor parte de los casos, siguen decidiendo y operando como si representaran ciudadanías y municipios aislados, cuando la realidad es que para los pobladores se trata de un mismo espacio urbano. Los retos que plantea esta nueva realidad metropolitana son claros: planeación, movilidad, inclusión social, desarrollo económico, seguridad pública y medio ambiente, entre otros. En estos ámbitos de la vida pública administrativa, los gobiernos no pueden seguir actuando cada uno por su cuenta, ya que esto significa apostarle al fracaso y a la inviabilidad.

La Laguna es una de las diez zonas metropolitanas más grandes de México y enfrenta, en mayor o menor medida, los mismos retos que el resto de las aglomeraciones urbanas del país. No obstante, el desafío es más grande ya que no sólo son los ayuntamientos los que deben ponerse de acuerdo, también los gobiernos estatales tienen coordinarse, lo cual ha costado mucho debido a que las capitales de ambas entidades se encuentran a 250 kilómetros de distancia de la región y ha faltado voluntad política. En los últimos años, existen tres elocuentes ejemplos de intento de coordinación metropolitana que mucho dicen de las capacidades de los gobiernos: uno es caso de éxito y dos de fracaso.

Estos últimos son, por una parte, los esfuerzos para homologar los reglamentos viales municipales que en principio rindieron frutos, pero terminaron por descarrilarse para quedar en normas dictadas a criterio de cada ayuntamiento; y, por la otra, la construcción de un sistema de transporte metropolitano que debido a la pésima gestión de los gobiernos estatales hoy no tiene pies ni cabeza ni fecha de inicio de operación. El caso de éxito es la creación del Mando Especial de La Laguna, decretado desde el gobierno federal, que permitió mejorar la coordinación de las fuerzas policiales para contener la ola de inseguridad que había llegado a niveles sin precedentes en la historia reciente de La Laguna.

La experiencia indica que sólo bajo la directriz del gobierno federal se pueden superar las diferencias de los municipios y estados, aunque lo deseable sería que, con el empuje y la exigencia de la ciudadanía, estos dos niveles de gobierno crearan organismos metropolitanos desvinculados de los ciclos electorales y con poder de decisión de carácter vinculante de manera que los ayuntamientos y ejecutivos estatales se vean obligados a cumplir. En paralelo, buscar la creación de un régimen especial administrativo federal que responda a la particularidad geográfica de la región.

La única manera de superar la visión celosa y cortoplacista de los tres niveles de gobierno es a través de instituciones que trabajen en proyectos integrales de largo aliento, como ha ocurrido en otras latitudes. El caso de Bilbao, España, es un ejemplo. En ese tenor, hay que atender el nuevo esfuerzo de varias organizaciones empresariales y civiles de la región que han lanzado la campaña Metrópoli Laguna. Es hora de repensar la metrópoli, desde nuestras dinámicas citadinas cotidianas, sí, pero con la conciencia de que la metropolización es un fenómeno histórico mundial dentro del cual nos encontramos inmersos.

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Escrito en: Editorial Periférico

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