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Símbolos y signos

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Los días corren de prisa, aunque parecen largos.

Corren mucho más rápido de lo que, de seguro, el mismo presidente Andrés Manuel López Obrador quisiera. Tanto así que mañana concluyen los primeros cien días de su gobierno y, con ellos, el periodo de gracia establecido por Franklin D. Roosevelt -estadista al cual profesa callado reconocimiento el Mandatario mexicano. Culmina ese lapso sin haber ganado la confianza de factores reales de poder, pero con sólido e incrementado apoyo social a su proyecto de nación.

Ni el infierno pronosticado ni el paraíso prometido se perfilan en el porvenir inmediato. Aun cuando más allá asomen barruntos de recesión, hoy los indicadores económicos mandan señales encontradas. Ello, sin embargo, no prorroga la gracia concedida entre arrebatos por la porra y la contraporra política, partidarios encontrados a los que, con cierta zalamería y socarronería, anima y provoca el principal protagonista.

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Fuera de duda queda el creciente respaldo popular a su gestión, pero también la inquietud prevaleciente de sectores fundamentales de la economía ante algunas de las medidas y acciones emprendidas en dirección de impulsar el crecimiento, reequilibrar el desarrollo, someter la corrupción, garantizar la seguridad pública y recuperar para el Estado y el gobierno espacios enajenados por el mercado o cedidos a la sociedad civil.

No ha sido fácil el tramo recorrido, sobre todo, a la velocidad y ritmo impuesto por el Mandatario, quien -como él mismo dice- se topó con que mover el animal (el gobierno) no es tan sencillo.

Entre zancadillas tendidas sin querer o adrede por fanáticos propios y ajenos, tropiezos del mismo Mandatario o de sus colaboradores y titubeos ante la disyuntiva de conciliar o confrontar al país; de perdonar sin olvidar o de recordar sin castigar la corrupción; de poner punto final o seguido al pasado, el periodo de gracia ha concluido. Se pasa, ahora, a otro estadio: aquel donde se advierte si a la victoria electoral sigue o no la conquista del gobierno.

Fase donde sucumbieron los últimos tres jefes del Ejecutivo. De una u otra forma ganaron la elección, pero no conquistaron el gobierno y conformaron su rol a la administración de los problemas y al ejercicio de no poder.

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Podrá argumentar el jefe del Ejecutivo que no se le concedió con holganza el periodo de gracia y la repulsa a su proyecto se anticipó, pero no podrá negar que, en rigor, arrancó su gobierno antes de la fecha oficial de inicio.

Por lo demás y, aun cuando originalmente estaba previsto, el Mandatario no divulgó su plan de los primeros cien días y, entonces, aquilatarlo no es sencillo. Sin mapa ni ruta establecidas es difícil calificar la pertinencia del itinerario y determinar si llegó a donde quería.

Como sea, cuanto más pronto el presidente López Obrador empate y equilibre el instinto con la inteligencia política, cuanto más pronto reconozca que no toda condición o crítica es sinónimo de Oposición o repudio y cuanto más pronto busqué aliados en vez de adversarios, mayor será la posibilidad de generar un cambio sin ruptura. Cuanto más tarde, mayor será la posibilidad de provocar una ruptura sin cambio.

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En los primeros cien días, con singular acierto y rapidez, el presidente Andrés Manuel López Obrador supo desmontar los viejos símbolos políticos y montar los suyos. No supo, sin embargo, borrar los viejos signos del ejercicio del poder y subrayar los suyos.

Tal circunstancia nutre una percepción que de concretarse en realidad -por no decir, contradicción-, concluirá en un espectáculo ya visto: cambiar el modo, pero no el fondo del gobierno.

Viajar en vuelos comerciales, desalojar la residencia de Los Pinos y abrirla al público, reivindicar Palacio Nacional como sede del poder, reducir el equipo de seguridad, trasladarse en un coche sencillo, comparecer a diario ante a la prensa y no perder contacto ni comunicación con la gente surtieron efecto inmediato: arraigó su estilo y desterró el anterior. Fijó muy bien el modo.

En contraste, variar el discurso, emprender acciones y programas sin calibrar consecuencias, lanzar iniciativas sin calar su hondura y abrir capítulos y frentes sin sentido, al paso y ritmo escogido, provocaron incertidumbre y desconcierto en torno al fondo del gobierno. No, desde luego, en la inmensa mayoría, aun hoy, maravillada ante las expectativas generadas; pero sí en sectores que pueden ayudar a concretarlas.

En el periodo de gracia, el jefe del Ejecutivo construyó los nuevos símbolos del poder, pero no definió el signo del ejercicio de éste. Si no se sintonizan, los símbolos del poder no soportarán el peso de los viejos signos. Los símbolos influyen, los signos determinan. Los símbolos representan, los signos son.

El jefe del Ejecutivo ha puesto la escena del poder, pero no ha escrito ni montado la obra.

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El tiempo en la política, eso lo entiende López Obrador, es clave: nunca alcanza.

El tiempo consume con velocidad los símbolos, les resta novedad en un tris, convirtiéndolos en rutina, costumbre o mito. En sentido contrario, larva con lentitud los signos. Tal es el contraste que, con frecuencia y a causa de la desesperación, el Mandatario resuelto a hacer cosas distintas, termina haciendo lo mismo que sus predecesores. Los nuevos símbolos se agotan y los viejos signos prevalecen.

Concluyó el periodo de gracia, viene la prueba de conquistar el gobierno. Esa fase exige tomar asiento.

APUNTES

Tergiversar la historia de un diario no borra ni reescribe sus planas. Están impresas en letras de molde. Querer leer en ellas lo que no está escrito es contar leyendas sin sustento. Así, nadie hace historia, la desfigura.

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