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El repliegue de la democracia

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Uno de los errores más comunes que se cometen dentro de una democracia es creer que una vez instalada no puede retroceder o desaparecer. De hecho, ningún régimen o sistema político es eterno. Todos los imperios que en su cúspide han parecido invencibles o indestructibles han terminado por desaparecer o, en el mejor de los casos, por transformarse en otra cosa. Lo mismo pasa con los estados que se asumen democráticos o aspiran a serlo. Y esto ha sido así desde el inicio mismo de la democracia. La orgullosa y democrática Atenas del siglo V a. C. vivió dos interrupciones oligárquicas tras las cuales siguió evolucionando sólo para sucumbir ante la hegemonía macedonia de finales del siglo posterior. Si bien puede atribuirse la caída de las instituciones democráticas principalmente a un factor externo, como el imperialismo de la Macedonia de Filipo y Alejandro, dentro de la propia Atenas existían elementos que propiciaron su declive y extinción. Grupos o individuos que como hoy, salvando todas las distancias y matices, impulsaban regímenes contrarios a la democracia. La gran paradoja que encierra este sistema es que sus propios enemigos tienen cabida en el juego político y se valen de los principios democráticos no sólo para existir sino para alcanzar la cúspide del poder.

En la actualidad, diversos hechos, estudios y análisis evidencian que la llamada democracia liberal está en franco retroceso, y no sólo en términos de prestigio. El sistema basado en la representación popular a partir de los partidos políticos enfrenta un proceso claro de desgaste. Una de las hipótesis más plausibles es que 40 años de un modelo económico basado en la globalización exclusiva del capital han terminado por socavar a las instituciones democráticas de los estados nacionales debido a que éstas dejaron de representar los intereses de las mayorías, las cuales han visto retroceder sus condiciones, prerrogativas y expectativas materiales mientras un puñado de individuos incrementa su riqueza. No es de extrañar que en buena parte de los países que dicen practicar democracias liberales los partidos políticos sean las instituciones que más desconfianza generen. Esto viene acompañado de tres fenómenos: el desdibujamiento ideológico de los partidos tradicionales, la toma de estos por parte de personajes con tendencias claramente autoritarias y el surgimiento o resurgimiento de otras agrupaciones políticas de corte radical. En el plano social, la polarización y pulverización de la comunidad es la constante en muchas de estas naciones, lo que va aparejado a la pérdida del sentido del bien común de las clases mayoritarias. En ese caldo de cultivo germina la desconfianza, el odio, el ultranacionalismo, la xenofobia, el autoritarismo y el poder unipersonal.

En Estados Unidos, los patrocinadores de Donald Trump asaltaron el Partido Republicano para usarlo como plataforma de acceso al poder. En Reino Unido, partidos nacionalistas aprovecharon la ocasión para hacer viable la torpe idea del Brexit. En Hungría, Austria, Italia y Polonia, dentro de la mismísima Unión Europea, los gobiernos asumen posturas antiinmigrantes en una deriva de tufo autocrático. En Alemania, Francia y España los nacionalismos de tintes fascistas resurgen con fuerza. En Latinoamérica se endurecen regímenes de izquierda, como Venezuela y Nicaragua, sobre la base de una fuerte polarización social, y sobre la misma base asumen presidentes de ultraderecha, como el caso de Brasil. Algo anda muy mal cuando la alternativa a la China del partido único, la Rusia unipersonal o la Venezuela chavista son los Estados Unidos de Trump, un Reino Unido al garete o el Brasil de Bolsonaro. En México hemos sido testigos del temprano desgaste de la democracia liberal y el desprestigio justificado de los partidos tradicionales que ha llevado a la presidencia de la República a un movimiento acaparado por una sola persona.

Sin ser el principal, el mal uso de las tecnologías de la información ha sido un factor importante que ha propiciado la fractura a partir de crear cajas de resonancia sin filtro alguno para la propagación masiva de falsedades, calumnias y teorías disparatadas que suman adeptos, como si fueran sectas, que horadan la confianza en los principios básicos de convivencia. Si bien las redes virtuales ofrecen una gran oportunidad de comunicación e interacción, el dominio del valor monetario e individualista propio del capitalismo ha impreso su huella hegemónica en este medio como en otros en detrimento de la ética y el interés social. Si el valor de una tecnología está en función sólo de los dividendos que puede generar, es lógico que termine siendo dominada por el principio de máxima ganancia ofrecida al mejor postor. En esta dinámica no importa que lo que se diga sea falso o que se comercialicen bases de datos personales, lo importante es que reditúe económicamente. Y hay que tener esto muy en cuenta porque precisamente esas nuevas fuerzas polarizantes, calumniadoras y falsarias han encontrado en las redes virtuales su principal canal de difusión. Y he ahí que hoy se confunde opinión con hecho, o teoría con verdad. En este contexto, ya es "normal" que haya quienes desde la más profunda ignorancia o la más extrema mezquindad propaguen profusamente sin prueba o lógica alguna que la tierra es plana, que cierto gobernante es reptiliano o que fulano o sutana cometieron un delito o son cómplices de algo.

La desconfianza es el cáncer de la democracia. Pero la desconfianza no surgió de la noche a la mañana, fue anidando en la sociedad y la política con el dominio de los valores del capital. Lo mismo que con la tecnología, si lo más importante es sacar el mayor provecho económico de algo o alguien, es casi natural que hasta la actividad más noble termine por corromperse. El caso Odrebecht es emblemático, pero desgraciadamente no es el único. Y ante la creciente desazón y el galopante hartazgo por la decreciente representación política, el aumento de la inseguridad pública y/o social y el incremento de la corrupción, grupos políticos se abren camino con discursos extremistas, antidemocráticos y de evidente corte autoritario. Nuevamente salvando matices y distancias, lo que ocurre ahora en el llamado Occidente sucedió en las sociedades musulmanas de Oriente Medio, muchas veces con injerencia de aquél. Parece que en el extravío, la orfandad y la desesperación, existe la urgencia de asirse a una idea "salvadora" por más irreal, nociva o absurda que sea. Como en otras épocas, la democracia no goza de buena salud y está en repliegue. Y así como en la Atenas clásica cabían en el mismo espacio los defensores, simuladores y denostadores de la democracia, hoy se libra una batalla en el ágora real y el ágora virtual que aún no se sabe en qué va a terminar, aunque la historia nos ofrece ejemplos que no son nada tranquilizantes.

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