Una vez celebrado el nacimiento de Jesús de Nazareth, como parte esencial del misterio en virtud del cual Dios se hace presente en la historia de la humanidad, por lo que al día siguiente de la conmemoración, la fiesta se convierte en compromiso de vida para el cristiano.
Atrás el jolgorio y la algarabía; queda en el pasado el intercambio de regalos a veces tan dispendioso, que parece contradecir el espíritu de la celebración del nacimiento del Dios Niño, que en la soledad del peregrinar y de la noche nace como pobre entre los pobres, en una gruta destinada al abrigo de los animales.
Queda la presencia del hijo de Dios hecho hombre arraigada en nuestra mente y nuestro corazón, que nos obliga a dar testimonio del misterio que con certeza y convicción hemos celebrado y que nos impulsa a convertirnos en factores de solidaridad y emisarios de la paz entre nuestros hermanos.
La fuerza del impacto social de la fiesta de Navidad es tan espectacular año con año, que resulta indicado pensar que si ese mismo empeño pusiéramos en el mejoramiento de las cosas a nivel político y social, en términos de realizar el ideal cristiano, otro sería el mundo.
A este propósito responde el mensaje que con motivo de la Navidad dirige a los súbditos británicos la Reina Isabel II de Inglaterra, que además de la monarquía a la que representa, es cabeza de la Iglesia Anglicana. Al referirse Isabel a la agria discusión que convertida en crisis política sacude al Reino Unido, en relación a la salida de Inglaterra de la Unión Europea, la Monarca asegura que hoy más que nunca, es indispensable guardar el debido respeto ante las opiniones diferentes de los demás, para llegar a un entendimiento basado en el espíritu de paz y buena voluntad.
Dadas las condiciones actuales el consejo no solo vale para el Pueblo Inglés, sino para todos los pueblos y ciudadanos del mundo que nos debatimos en un desacuerdo múltiple, en el que el sentido común está ausente.
Las palabras de la Reina en un sistema de gobierno, que reconoce la existencia de un poder metafísico superior que aspira a la trascendencia, y que está por encima de las cuestiones políticas discutidas a nivel de partidos, revela la necesidad imperiosa de llevar a la práctica virtudes como la justicia, la prudencia y la solidaridad, que son propias de la civilización cristiana, por razones de humanismo y elemental sentido de supervivencia.
Lo anterior es congruente con la idea de que no podemos mantener la Fe en Jesucristo en la esfera personal anclada en el ego, sino que constituye un compromiso en la medida de que la Palabra de Jesús está vinculada de modo inmediato a una acción concreta, en la que Jesús hace a sus seguidores protagonistas activos del milagro.
Así acontece en caso de la pesca milagrosa, en la que el portento opera a través de las manos de Pedro y sus compañeros pescadores (Mateo 4: 18-22); en la multiplicación de los peces, cuando el muchacho del Evangelio aporta la materia prima a multiplicar y repartir (Marcos 6: 34-44); en el caso de Lázaro a quién Jesús resucita, ordenando a los presentes que le quiten los lienzos de la mortaja, para que se levante y salga caminando del sepulcro (Juan 11:44); en las Bodas de Caná, cuando Jesús invita a los sirvientes del banquete nupcial a convertir el agua en vino (Juan 2: 5-8), etcétera.
Como corolario de lo anterior, Jesús actúa a través de sus discípulos y si el día después de la celebración de la Navidad, los cristianos no respondemos al plan de Dios, el milagro simple y sencillamente no opera.
Cristo es el hombre en medio de la muchedumbre, que viene al mundo con una misión y permanece fiel a su cumplimiento, aún a costa de su vida terrena. Su palabra y su ejemplo además de constituir un paradigma, es un mandato a realizar acciones concretas que por la magnitud de los retos, constituyen milagros.
