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Migración, hipocresía, xenofobia y clasismo

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La migración es un fenómeno tan viejo como la especie humana. Moverse individualmente o en grupo de un lugar a otro con fines de asentamiento ha sido uno de los principales mecanismos de supervivencia a lo largo de la historia. La creación del Estado, concebido éste como una estructura sociopolítica afincada en un territorio determinado, modificó el fenómeno de la migración debido a las fronteras nacionales. Hoy la migración se clasifica en dos tipos: interna, cuando se da dentro un mismo país, e internacional, cuando se da de un país a otro. Dentro de la segunda existe una subcategoría que tiene que ver con el aspecto legal y que establece si una migración es regular o irregular. En la primera es posible encontrar, incluso, las motivadas por los propios gobiernos en condiciones de oportunidad y seguridad para quienes se trasladan de un lugar a otro. En la segunda, están los movimientos que realizan personas, familias y grupos en situación de alta vulnerabilidad e incertidumbre. Una gran hipocresía rodea el abordaje de este tema en los países receptores y de tránsito, ya sea por parte de gobiernos o sectores de la población, que bajo esta mirada es altamente susceptible de ser manipulada por organizaciones políticas o económicas de tendencias ultraconservadoras y abiertamente racistas.

Aunque en países desarrollados o emergentes que gozan de cierta prosperidad y estabilidad hay sectores -desgraciadamente cada vez mayores- de la sociedad que suelen ver con malos ojos el fenómeno de la inmigración, hay que decir que casi siempre se refieren a la inmigración irregular por una serie de prejuicios y argumentos sin sustento. He aquí la primera gran hipocresía con la que se aborda el tema. Las agresiones contra inmigrantes que, en casos extremos terminan en asesinato, se dan principalmente contra personas sin papeles que suelen ser aquellas que menos recursos económicos tienen. Independientemente de su raza, nacionalidad o género, hay inmigrantes en todos los países receptores o de tránsito que no sólo no son atacados, sino que incluso son reverenciados, como los grandes empresarios, las estrellas de la farándula, los deportistas, famosos aventureros o turistas de alto poder de consumo. Aquí entra un concepto que acuñó la filósofa Adela Cortina en la última década del siglo pasado: la aporofobia, que es el miedo, rechazo o actitud negativa hacia la persona pobre. Lo que muchos ultranacionalistas practican no es simple xenofobia, porque no cargan contra el hijo de los grandes potentados que son inmigrantes también, sino que traen una fuerte carga aporofóbica con la que discriminan al inmigrante no sólo por su situación irregular, sino por ser pobre. Esto no quiere decir que no existan políticos, empresarios o ciudadanos en general que practiquen la llana xenofobia o el racismo puro.

Otro desplante hipócrita tiene que ver con las causas que motivan la emigración. Quienes poseen los medios materiales necesarios y cierta condición social pueden salir de sus países de origen para residir en otros en situación regular y con menos riesgo e incertidumbre. Es lo que se conoce como migración de oportunidad. Pero las personas que se ven obligadas a salir por las condiciones económicas, políticas o sociales de sus naciones, lo hacen en situación irregular o de alta vulnerabilidad. Es la migración por necesidad, como la que llevan a cabo en estos momentos los integrantes de la caravana de centroamericanos que avanza hacia el norte desde la frontera de México con Guatemala. Si revisamos con más detalle la realidad de los principales países expulsores, ya sea en Latinoamérica, África u Oriente Medio, no será difícil encontrar que las principales naciones receptoras, que son las más desarrolladas, tienen una gran responsabilidad en la generación de las condiciones que motivan a miles de personas a emigrar. El modelo económico y el orden internacional impuestos, a veces bajo coerción y violencia abierta, por el consenso de Estados Unidos y Europa ha contribuido a la inestabilidad, la corrupción, la desigualdad y la violencia que azota a los estados que Donald Trump y otros como él acusan de ser incapaces de tener control sobre su población. Las naciones expulsoras no sólo deben padecer las condiciones de un régimen internacional injusto como lo es el neoliberalismo, además tienen que soportar las amenazas y desplantes humillantes de los políticos de los poderosos estados receptores que no quieren más inmigrantes pobres dentro de sus fronteras. Para redondear la paradoja inhumana, ese modelo neoliberal permite y propicia el flujo de capitales, mercancías y materias primas, muchas veces bajo esquemas de explotación y despojo, mientras restringe el libre tránsito de personas.

México, país expulsor, de tránsito y, en menor medida, receptor de inmigrantes, suele asumir una postura ambigua que a veces también raya en la hipocresía. Mientras el gobierno de este país exige un trato respetuoso y apegado a los Derechos Humanos para los connacionales en Estados Unidos, los centroamericanos que atraviesan el territorio mexicano sufren un verdadero calvario por acciones u omisiones de las autoridades. Esto no quiere decir que el gobierno de México deba renunciar a su exigencia de buen trato a los inmigrantes en Estados Unidos, sino que más bien debe asumir una posición coherente y brindar ese mismo buen trato a los guatemaltecos, salvadoreños y hondureños. Por otra parte, no parece congruente preocuparse sólo de los mexicanos más humildes o vulnerables cuando estos cruzan la frontera, mientras que cuando estuvieron sobreviviendo en sus lugares de origen ninguna institución les brindó el apoyo que requerían. Pero, nuevamente, esto no significa que se deba hacer a un lado el reclamo hacia el gobierno de Estados Unidos de proteger los derechos de los migrantes, pero sí que el trabajo del gobierno mexicano debe ir más allá y comenzar en las principales comunidades expulsoras.

De acuerdo con el Informe sobre las migraciones en el mundo 2018, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas, la migración internacional ha crecido en las últimas décadas a un ritmo superior al esperado. Se estima que hoy existen alrededor de 244 millones de personas residiendo en un país distinto al de su origen. Pero el propio organismo reconoce las limitaciones que existen para cuantificar la migración irregular, que es la más preocupante dada la situación de riesgo y vulnerabilidad para las personas que se ven obligadas a emigrar. Una primer tarea está en mejorar la coordinación internacional para conocer la magnitud de este tipo de migración. Sólo así se podrá trabajar en la búsqueda de mecanismos para que quienes tengan que abandonar sus terruños lo hagan en condiciones más seguras y menos inciertas. Un segundo paso será derrotar en el debate público al discurso racista, xenofóbico y clasista de odio hacia el otro, hacia el extraño, hacia el pobre, reconociendo que la migración es un proceso que deja más beneficios que perjuicios para países receptores y naciones expulsoras. Un inmigrante, con su trabajo, contribuye a la economía y cultura del estado que lo acoge, y al bienestar del país en donde tiene sus raíces, ya que despresuriza la tensión social y, además, le envía recursos en forma de remesas. Empecemos por identificar la hipocresía en el discurso público hacia la migración y por reconocer que la xenofobia clasista es un producto de la ignorancia, el oportunismo y la inconsciencia.

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