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Por un nuevo gobierno del agua (II)

A la ciudadanía

GERARDO JIMÉNEZ GONZÁLEZ

En la colaboración anterior comentamos como durante el período de 1926-1992 en México el Gobierno federal centralizó el manejo de los recursos hídricos, y como a partir de esta última fecha con las reformas a la Ley de Aguas se inició un proceso de descentralización involucrando a los usuarios de agua en la gestión de la política hídrica, particularmente como se transfirió la administración de las redes hidráulicas en los distritos de riego y de los acuíferos a asociaciones de usuarios, a los llamados módulos de riego y los comités técnicos de aguas subterráneas, respectivamente.

Estos cambios en la gestión pública del agua ocurrieron en el uso agrícola al cual históricamente se han asignado los mayores volúmenes, pero también ocurren en el uso urbano-doméstico que es administrado por organismos operadores descentralizados de los gobiernos municipales y con la creación de comisiones estatales de agua. ¿Cuál es el resultado de este proceso de descentralización?

La complejidad de los problemas asociados a la gestión pública del agua se presenta de manera asociada al propio crecimiento económico y demográfico del país, de ahí que ocurra esa descentralización. Sin embargo, el agua es poder, es un insumo clave en la producción agropecuaria e industrial a la vez de que constituye un recurso clave para la propia existencia humana y el ambiente, de ahí que el acceso a él crea intereses entre quienes regulan su uso y quienes lo usan, entre gobierno y usuarios.

Así, durante el período en que se manejó de manera centralizada por el gobierno las instituciones responsables de administrarlo ejercieron ese poder, como sucedió en La Laguna cuando su economía se basaba en la producción agrícola donde el Jefe del Distrito de Riego era un vicegobernador regional, algo similar ocurría en los demás valles irrigados del país. Una vez descentralizado el poder se transfiere a los usuarios, particularmente a los grandes usuarios que terminaron monopolizando los títulos de concesión de agua.

A la par de las reformas a la Ley de Aguas, en ese año de 1992 también se modifica la Ley Agraria; ambos cambios legislativos llevan implícito la liberalización de las relaciones sociales de producción en el campo mexicano. En la primera se facilitó la transmisión de los derechos de agua entre particulares para estimular la formación de mercados de agua, la intención era que este recurso quedara en manos de quienes tienen mayor capacidad económica para que invirtieran en los cultivos más rentables, se trataba de incentivar la inversión privada ante el acotamiento de la inversión pública en el sector ejidal.

Las reformas a la Ley Agraria eliminaron el tabú sobre el ejido al suprimir los candados de no enajenable e inalienable que regían la propiedad ejidal, suprimió la potestad del ejido como propietario de la tierra donde el ejidatario sólo era un posesionario y usufructuario de ella, para permitir la apropiación individual de las parcelas agrícolas facilitando su enajenación entre los ejidatarios, pero también con personas externas al ejido. Se trató también de estimular, a la par del mercado de aguas, la formación de mercados de tierra, posibilitando un tráfico de éstas al interior de los ejidos donde algunos ejidatarios se fueron apropiando de tierras de otros que las enajenaban, pero también ese tráfico involucró a actores externos que tenían mayor capacidad económica para adquirirlos.

Esta situación fue favorecida por las restricciones que aplica, dos años antes a las reformas legislativas, el Gobierno federal en la política crediticia rural, la cual ante el barril sin fondo que le representaba la banca rural oficial, en particular el Banco Nacional de Crédito Rural, limita los créditos a los campesinos, quienes se quedan sin capacidad económica para continuar cultivando sus tierras o dejar sus explotaciones ganaderas, viéndose obligados a enajenar sus tierras y derechos de agua.

El tráfico de tierras y aguas fue facilitado por la laxitud en la legislación sucede en la última década del siglo pasado, de modo tal que cambia la estructura social agraria en aquellas regiones de México donde la agricultura se basa en el riego, convirtiendo a la mayor parte de los ejidatarios en jornaleros y a los medianos productores agropecuarios en grandes productores asociados en corporativos empresariales agroindustriales y agrocomerciales, quienes adicionan a su predios privados las tierras ejidales enajenadas por los campesinos y los derechos de agua superficial y subterránea; ocurre una fuerte concentración y monopolio de estos recursos

La Laguna es un caso representativo de estos cambios y fue con base a ellos que se expande la cuenca lechera al duplicarse la superficie de forrajes y el hato lechero en las explotaciones o ranchos privados. El nuevo monopolio sobre estos recursos, la tierra y el agua, se convierte en una forma velada de privatización sobre ellos, ya que si bien el agua sigue siendo un bien público el manejo de las concesiones y los volúmenes de agua son prácticamente privados, y es esta privatización la que le confiere un poder económico fáctico a la élite empresarial que los concentró, un poder por encima del que tienen las instituciones oficiales como se observa en su oposición a que les regulen las extracciones de agua del subsuelo.

De esa forma, el gobierno del agua basado en la centralización pública de su gestión se transita a un gobierno del agua que transfiere esa centralización al poder privado. Los intereses creados por éste último, al no actuar con responsabilidad como sucede con la sobreexplotación de acuíferos, se han convertido en un factor que dificulta la gestión sustentable de los recursos hídricos, y esta es una de las razones centrales por las que debe modificarse el modelo actual por otro que incluya nuevos actores que hagan contrapeso en el manejo de estos bienes comunes, un nuevo gobierno del agua ciudadanizado.

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