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Ciudadanizar la política

A la ciudadanía

GERARDO JIMÉNEZ GONZÁLEZ

Acabamos de recibir por redes sociales algunas imágenes que muestran sitios cuya belleza escénica es por demás sobresaliente, son paisajes de la Huasteca Potosina que personas de todo el país visitan con fines recreativos; dichas imágenes van acompañadas de un mensaje que nos piden las compartamos porque tales sitios se ven amenazados por el fracking en virtud de que se ubican en el entorno de los yacimientos de hidrocarburos no convencionales.

Este SOS desesperado de quienes justamente se oponen a esta práctica depredadora de la naturaleza, constituyen un ejemplo de los esfuerzos que se realizan contra los intereses económicos que, lamentablemente, son promovidos y cuentan con el apoyo gubernamental. Aun cuando nosotros en La Laguna no seamos una zona propicia para la extracción de petróleo o gas shale, nos solidarizamos con nuestros coterráneos huastecos y nos sumamos a la Alianza Mexicana contra el Fracking.

Es increíble como el afán, o más que éste, la ambición por generar riqueza a costa de la destrucción de la naturaleza, constituye un prototipo de cualquier sociedad, capitalista o de lo que queda de aquellas que optaron por el socialismo, crecieron sin poner atención en la promoción y realización de actividades económicas que han impactado los sistemas naturales, incluso de manera irreversible como lo es el fracking, actividades que seguimos promoviendo aún con la costosa factura que la naturaleza ya nos está cobrando. El cambio climático es la muestra más emblemática.

La naturaleza tiene umbrales y, pareciendo un juego de niños, desde el ámbito empresarial y gubernamental aún predominan, siguen tomando las principales decisiones, quienes se afanan a continuar destruyéndola. Esos umbrales ya están definidos a nivel internacional por las directrices de Naciones Unidas y al interior de los países por sus legislaciones y marcos normativos, tal es el caso de México donde, lamentablemente, como muchas otros aspectos de la vida nacional, parece que nos aferramos a violentarlas.

Sin embargo, esta violencia contra la naturaleza que genera riqueza y ricos que se apropian de ella, se suma a la violencia que ya tenemos también, desafortunadamente, entre nosotros, entre las personas, sobre todo durante la última década en que se ha vuelto descomunal y deshumanizante. Ambos tipos de violencia ya rebasaron las capacidades de las instituciones oficiales y a las propias formas de organización de la sociedad civil; en ambos casos es una constante la ruptura del tejido político y social aun cuando en algunos lugares sea mayor que en otros.

Es inevitable reconocer que en una parte importante de las instituciones de gobierno, en diferentes ámbitos del poder público o la sociedad política, se presentan esas constantes de corrupción, impunidad, violación a las leyes; quizás en las de seguridad, sobre todo a nivel local, es claramente más manifiesto el secuestro o captura que sobre ellas tienen los poderes fácticos del crimen organizado, de la delincuencia de cuello blanco o común, pero también de grupos económicos que inciden en las decisiones de políticas públicas, en la asignación de presupuestos o en la regulación de sus actividades.

Los resultados electorales recientes son el mensaje más claro de que los mexicanos llegamos a nuestro propio umbral, a nuestros límites y por ello se votó en los diferentes niveles de gobierno por quienes se cree que van a ponerle rumbo a la desordenada situación actual. Pero sería muy romántico y poco realista suponer o pensar de que quienes ganaron vayan a resolver tan complicada situación por mandato divino: las relaciones de poder, los intereses económicos y políticos que se conformaron en el período de neoliberalismo que impulso nuestro reciente capitalismo salvaje aún están ahí y van a luchar por mantenerlos; a la riqueza, sobre todo la mal habida, no se renuncia tan fácilmente.

Quienes votamos en julio pasado por el cambio debemos ser conscientes que éste no provendrá de la divina providencia o por azar del destino, sólo será posible si los ciudadanos mantenemos abierta nuestra disposición de que el desarrollo de nuestro país tome un rumbo diferente, que nuestra vida sea distinta, que la desigualdad social ya no sea humillante para la mitad de los mexicanos con carencias básicas, que no continúe este proceso sistemático de destrucción de los bienes comunes que la naturaleza no provee.

Para ello debemos seguir participando, dotar a la política de un espíritu ciudadano que obligue a los gobernantes a actuar conforme a éste que no es sino el interés colectivo, el interés público, porque entre los triunfadores también hay quienes siguen pensando y actuando con base a la cultura que nos hereda el neoliberalismo económico y el viejo régimen político, las hay entre los propios ciudadanos y cambiarla requiere un esfuerzo de gran magnitud, un período de tiempo cuando menos igual al que se gestó, quizás una generación.

El cambio verdadero que se presume está, indiscutiblemente, en nuestras manos más que en las de nuestros gobernantes, es una oportunidad histórica más factible que la ocurrida hace 18 años para transitar a una democracia no sólo representativa, sino participativa por los propios cauces civiles y pacíficos, sería el colmo que el próximo Gobierno federal reprima a los ciudadanos que opinen, a favor o en contra de lo que hagan los gobernantes. Es una oportunidad, quizás irrepetible en la historia reciente, de ciudadanizar la política.

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