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Estado o gobierno fuerte

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Hace varias semanas comentamos en este mismo espacio las diferencias entre Estado, gobierno y sistema político, y lo hicimos para tratar de dilucidar qué es lo que está fallando en la solución de cada uno de los problemas principales que enfrenta México. Decíamos que el Estado es el conjunto de instituciones que da cuerpo jurídico a una sociedad histórica de un territorio independiente, mientras que el gobierno son los órganos que encabezan y dirigen al Estado. Es importante traer a colación nuevamente esta diferencia en el marco de la discusión que se ha generado en torno a los primeros anuncios que ha hecho el virtual presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, y que tienen que ver con cambios en la administración pública federal. ¿Cuál es el objetivo de dichos cambios: fortalecer al Estado mexicano o fortalecer al Gobierno federal?

Pero primero vayamos al contexto. El paradigma político mexicano del siglo XX fue el binomio partido-Estado, formalmente separados, pero íntimamente relacionados. El poder del PRI durante siete décadas fue prácticamente monolítico, salvo los últimos lustros. Sólo de él podían emanar los gobiernos, y las instituciones del Estado estaban de una u otra manera subordinadas al partido de las corporaciones. Era el claro ejemplo de un gobierno fuerte y un Estado sometido. El gobierno, omnipresente en la vida pública nacional, comenzó a replegarse en la década de los 80 con las reformas neoliberales dictadas por el Consenso de Washington. Las reformas económicas trajeron como consecuencia un debilitamiento del régimen que permitió gradualmente mayores espacios para la oposición.

Con la primera alternancia en 2000, el régimen de partido de Estado concluyó, y el otrora partido hegemónico pudo sobrevivir enquistado en los gobiernos subnacionales hasta la segunda alternancia en 2012 que trajo de regreso al PRI al Gobierno federal. En esos doce años, que ya podemos decir que son 18, el Estado, ya no subordinado a un partido, no se reformó para fortalecerse en su pretensión federalista y las consecuencias de su debilitamiento gradual se observan en la descomposición generalizada de la vida pública que hoy tiene al país sumido en la peor ola criminal de su historia reciente. La famosa reforma del Estado que se mostró necesaria desde el cambio de siglo nunca llegó o, a lo mucho, quedó en mediocres reformas políticas electorales.

A la par, la cada vez más activa sociedad civil organizada -muy vinculada a la Iniciativa Privada, hay que decirlo- inició una cruzada para evidenciar las fallas y huecos del Estado y el gobierno que permitieron que la impunidad y corrupción se volvieran problemas endémicos. Los diagnósticos acertados se tradujeron, en muchos casos, en propuestas de solución contrarias a la esencia federalista del Estado mexicano. El razonamiento es que como los municipios y estados han sido rebasados por la inseguridad y son altamente propensos a la corrupción, es necesario crear instituciones autónomas que, desde el centro, vigilen a los tres niveles de gobierno y a los tres poderes de la unión. Es decir, una vuelta al centralismo pero con la diferencia de tener ahora un gobierno débil. Y ahí es donde se libra hoy una batalla interesante entre quienes, por ejemplo, creen que es necesaria una fiscalía completamente autónoma de los poderes legales -aunque no queda claro todavía cómo protegerla de los poderes fácticos-, y quienes consideran que el presidente de la República debe continuar teniendo cierto control de la misma.

Entre los anuncios que ha hecho López Obrador luego de su triunfo en las urnas el pasado 1 de julio destacan la desaparición o compactación de la pléyade de delegaciones en los estados para crear una coordinación federal por cada entidad; la concentración de las áreas de comunicación social -vitales en la relación gobierno-sociedad- en una o unas cuantas oficinas supervisadas desde Presidencia; mantener el control relativo sobre la nueva fiscalía general, y, quizá la más importante de todas, la desconcentración de las secretarías, institutos y empresas estatales para mover su sede de la Ciudad de México a las 32 entidades federativas.

Más allá de los enormes retos logísticos, burocráticos y políticos que estos proyectos representan, y la aparente contradicción entre algunos de ellos, hay un común denominador que puede leerse entre líneas: todos van encaminados a fortalecer el gobierno. La visión personalísima que López Obrador tiene del ejercicio del poder se traduce en iniciativas para devolverle al Gobierno federal algo de las facultades perdidas o dotarlo de unas nuevas. Los coordinadores federales servirán, entre otras cosas, como vigilancia y contrapesos extralegales al poder de los gobernadores. La desconcentración de las oficinas federales y demás instituciones servirá para aumentar la presencia del gobierno de la República en todo el territorio nacional. La concentración de las funciones de comunicación social incrementará el control del titular del Ejecutivo sobre el discurso oficial. Y la negativa de soltar la rienda a la fiscalía general tiene como objeto evitar procesos adversos y mantener cierta directriz sobre hacia dónde apuntar las baterías legales.

Estas medidas, en teoría, aumentarán las capacidades del gobierno, que es lo que busca el virtual presidente electo dentro de su diagnóstico del saldo que ha dejado el neoliberalismo en México. El problema es que un gobierno fuerte no quiere decir necesariamente un Estado fuerte. Incluso, ya lo vivimos, un gobierno fuerte puede propiciar una mayor debilidad de las estructuras del Estado. Si este es el plan de López Obrador para fortalecer su gobierno, queda pendiente saber cuál será su propuesta para aumentar la fuerza del Estado. ¿Estará dispuesto a aprovechar el bono democrático obtenido en la elección para emprender con seriedad la postergada reforma del Estado? ¿O se conformará sólo con construir un gobierno fuerte?

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