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Corrupción y violencia, principales desafíos de AMLO

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Si el hartazgo ciudadano, eso que el todavía presidente Enrique Peña Nieto llamó "mal humor social", jugó un rol preponderante en la elección histórica del 1 de julio, fue por dos problemas principalmente: corrupción y violencia. La primera, un mal endémico que ha ido creciendo, al menos en percepción, escándalo tras escándalo, sobre todo desde la primera alternancia de 2000 y particularmente en las entidades federativas. La segunda, un fenómeno que hizo explosión a mediados de la década pasada y que en 12 años de "guerra contra el narco" no se ha logrado frenar; por el contrario, las cifras han aumentado.

Mucho se ha hablado de que con la llegada de Vicente Fox a la presidencia de la República, el antiguo presidencialismo centralista se desdibujó al grado de que la rienda con la que el primer mandatario sostenía a los gobernadores y éstos, a su vez, a los alcaldes, se distendió e, incluso, desapareció. Este hecho no es en sí mismo negativo, ya que en una república federal lo deseable es que haya un esquema eficiente de pesos y contrapesos y que el poder no esté concentrado en una sola persona como fue la característica del priato. El problema radicó en que, al degradarse, el presidencialismo centralista dejó vacíos en las entidades que fueron llenados con las ambiciones de gobernadores que, sin controles externos ni internos, acumularon un poder sin precedentes que derivó en malas gestiones y nula rendición de cuentas. Los ejemplos abundan: Coahuila, Tamaulipas, Veracruz, Quintana Roo, Chihuahua, Nuevo León, etc.

Esta ausencia de controles externos e internos se mantuvo durante los sexenios de Fox y Calderón, y fue en este último en el que los mayores escándalos saltaron a la palestra derivados de contrataciones opacas e injustificadas de deuda pública, así como de uso indebido o no explicado de recursos públicos. Con el regreso del PRI en 2012, muchos creyeron que el sistema presidencialista se iba a restablecer y, con ello, la rienda desde Los Pinos. Pero no fue así, y en gran medida debido a que muy pronto el titular del Ejecutivo, Enrique Peña Nieto, perdió toda legitimidad para emprender la lucha contra la corrupción empantanado por los escándalos de la casa blanca, Odebrecht y OHL, entre otros. Pero también por la falta de voluntad política y porque desde la docena panista se dejó mucho de hacer en materia de fortalecimiento del sistema de rendición de cuentas dentro de estados y municipios.

A la par de la rampante corrupción, la inseguridad se volvió en el pan de cada día. La historia está muy clara: para intentar legitimar su gobierno, Felipe Calderón echó mano de las Fuerzas Armadas a las cuales sacó de sus cuarteles para emprender una lucha que se ha convertido en un auténtico baño de sangre. La "guerra contra el narco" partió de la premisa oficial de que los municipios y los estados habían sido rebasados por el crimen organizado, al igual que las fuerzas civiles federales. Desprovisto de una estrategia más profunda que atacara las causas de la violencia y la delincuencia, Calderón quiso combatir el fuego sólo fuego... y el incendio se hizo más grande.

Peña Nieto planteó un cambio sólo en apariencia. Intentó modificar el discurso, dejar de hablar de la seguridad para ampliar el espectro de discusión en la opinión pública. Trató desde el principio de vender la idea de que habían regresado "los que sí saben gobernar". Pero con todo y el descabezamiento de los grandes cárteles, la violencia continuó hasta alcanzar sus niveles más altos, intolerables, en este año. La "guerra contra el narco" sólo terminó en la forma, pero no en el fondo. Las policías municipales y estatales siguieron rebasadas o al margen del combate a la delincuencia, y el mayor peso de la carga siguió recayendo en las fuerzas castrenses. Hoy contamos 240,000 personas asesinadas en 12 años y alrededor de 40,000 desaparecidos. Una verdadera catástrofe humanitaria.

Andrés Manuel López Obrador ha puesto el acento de su discurso en lograr la pacificación del país y abatir la corrupción. La mayoría de las expectativas de quienes votaron por él están puestas en esos dos temas. Y su equipo lo sabe. El empresario Alfonso Romo, quien fungirá como coordinador de la Oficina de Presidencia a partir del 1 de diciembre, declaró hace varios días a la agencia oficial china Xinhua: "si nosotros fallamos con la corrupción, perderemos toda legitimidad. Si fallamos, esto se cae. Habrá tolerancia cero". En el mismo tenor, Alfonso Durazo, quien será secretario de Seguridad Pública en el gobierno de López Obrador, declaró la semana pasada: "el objetivo es cerrar el ciclo de guerra, de violencia que sufre nuestro país, sin pasar por la impunidad". Y planteó tres años para sacar a las Fuerzas Armadas de las calles.

El amplio respaldo que el electorado en general y muchos actores políticos, sociales y empresariales han manifestado en estos primeros días de transición al próximo presidente de la República, se mantendrá o disminuirá en función de los logros que comience a cosechar su gobierno una vez que entre en funciones. No hay plazos específicos, pero la vara alta que el mismo López Obrador ha puesto le obliga a empezar a dar señales y, sobre todo, ofrecer resultados en los primeros meses. De no hacerlo, el buen ánimo con el que arranca podría decaer. Y para avanzar en los dos temas no es suficiente la buena voluntad o el ejemplo. Se requiere dar pasos firmes en la creación de instituciones eficientes que establezcan mecanismos efectivos de rendición de cuentas en todos los ámbitos y niveles, así como mejoras sustanciales en la prevención del delito y la procuración y administración de la justicia. Los buenos deseos dejaron de ser suficientes desde hace mucho tiempo.

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