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Posgrado en nueve días

JUAN VILLORO

Después de estudiar los embotellamientos de cuarenta y ocho países, la empresa internacional de monitoreo TomTom Traffic decidió que tenemos la ciudad más congestionada del mundo. En promedio, los capitalinos pasamos nueve días al año dentro de un coche, semejando el estancamiento que Julio Cortázar imaginó en "La Autopista del Sur".

El fenómeno no es privativo de la Ciudad de México. En todos los países de América Latina hay dos señales de "dinamismo" económico: edificios más altos y tráfico más denso. Esto es cierto para Bogotá, Lima o San José de Costa Rica y para ciudades de provincia como Morelia, Xalapa o Guadalajara, donde el "desarrollo" disminuye la vialidad.

Antes de que los expertos de TomTom se pronunciaran, ya sabíamos que algo andaba mal en nuestras calles, donde los baches sólo desaparecen cuando se abre un socavón para engullir un tráiler. Además, el chilango tiene un claro narcisismo de la catástrofe: no acepta que haya otra urbe más contaminada, más peligrosa, más grande o más paralizada que la suya.

En cualquier reunión carece de sentido lanzar una pregunta exploratoria de este tipo: "¿Cuánto creen que hice de la glorieta de Vaqueritos a Pantaco?". Sea cual sea el tiempo del recorrido, siempre habrá alguien capaz de decir: "Uy, eso no es nada", inevitable prólogo de una tragedia peor.

Sería exagerado decir que vivimos aquí por puro masoquismo; la ciudad ofrece numerosas compensaciones a cambio de padecerla; pero no hay duda de que nos llevamos de tú con la desgracia y tratamos de asimilarla a la costumbre. Para sobreponernos a las molestias, nos asumimos como superhéroes dispuestos a resistir lo que otros no se atreven siquiera a probar. Como los trescientos de las Termópilas, entendemos que el dolor es parte de la épica.

Los extranjeros se entusiasman menos con nuestra capacidad de romper récords negativos. Cuando el escritor catalán Enrique Vila-Matas estuvo por primera vez en la Ciudad de México se hospedó en un hotel del Zócalo y fue invitado a cenar a Tlalpan. Era un viernes en la noche y su taxi hizo dos horas y media en llegar a la cita. Vila-Matas calculó que en Barcelona el recorrido habría bastado para ir a cenar a Francia.

¿Es necesario que vivamos de este modo? La pregunta ya es tan irreal como esta otra: ¿Es necesario que seamos mexicanos? Estamos ante algo inevitable. No hay manera de que la ciudad se despeje sin recurrir a la bomba de neutrones.

Escribo estas líneas en la pausa entre Navidad y Año Nuevo, uno de esos momentos en que el automovilista piensa "al fin puedo ir donde se me antoje" y se prepara para visitar a sus compadres en Echegaray, con la sorpresa de que el resto de los capitalinos también parece tener compadres en Echegaray.

El tráfico se ha vuelto tan lento que una avenida despejada adquiere la delirante condición de un espejismo. Me detengo en una ruta ideal para perder la cordura, que en forma emblemática conduce al Hospital Psiquiátrico de Tlalpan: el tramo que va de Ciudad Universitaria a Perisur. De pronto, surge una ilusión de vialidad; los edificios son relevados por la vegetación del campus y sentimos la emoción de estar en una carretera. Pero un letrero indica: "50 km/h". Acatamos la señal, no por disciplina, sino porque hay fotomultas. Ahí ocurre una de las escenas más dramáticas de la vida urbana: los autos podrían ir más rápido, pero avanzan como si tuvieran atole en el motor. El tránsito anestesiado convierte al conductor en un zombi perfecto, un ser intermedio que debería acelerar y no lo hace. Esa inalcanzable ilusión de vía libre es peor que cualquier estancamiento. ¿Cuántos viajes a Tlalpan se necesitan para acabar en el Psiquiátrico?

Pero salgamos del pesimismo; si algo caracteriza al chilango es su disposición a transformar el drama en jolgorio, en una oportunidad de contar chistes y comer pepitas. ¡Convirtamos la tragedia en academia!

Propongo la creación de la UNUDI (Universidad de los Nueve Días) que ofrezca audiocursos para el lapso que pasamos en el coche. Gracias a esta iniciativa, al final del año el capitalino promedio habrá concluido el máster de su preferencia.

El tráfico no mejorará, pero seremos más cultos.

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Escrito en: Juan Villoro

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