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Fanatismo y adoctrinamiento

Con/sinsentido

MIGUEL FRANCISCO CRESPO ALVARADO

Un mal diagnóstico conduce, casi por necesidad, a una mala prescripción. Suponer que lo que México requiere en este momento histórico es una masa -o varias- de gente adoctrinada que siga ciegamente a un líder es partir de una pésima lectura sobre la realidad del país.

Es cierto que, en el estado actual de las cosas, con una educación tan extraviada, lo más fácil para ganar una elección es crear un ejército enorme de incondicionales que de manera irreflexiva acepten cualquier cosa emanada de su líder supremo; pero de cara al futuro, más allá de la posibilidad de acceder o no al poder, se empuja al país a un riesgo innecesario.

Las posturas coléricas con que reaccionan los fanáticos ante la menor crítica a su ídolo en los espacios virtuales, así como los también exaltados ataques irreflexivos contra el líder adversado, son apenas un primer asomo de lo que puede llegar a ocurrir si se sigue cultivando la lealtad en vez del pensamiento. Y aclaro: no es que nos vayan a dividir, porque, como he sostenido anteriormente, ya estamos altamente fragmentados; no, el problema es que se profundicen las diferencias y se alimente el odio por el que no piensa igual que nosotros.

Precisamente, en el diagnóstico de cada aspirante tendría que ocupar un lugar central la evidente imposibilidad de los mexicanos para construir, de verdad, acuerdos amplios. Se nos pueden imponer, sí, medidas que intenten someternos. Pero, su cumplimiento estará ligado por necesidad a la capacidad de las fuerzas del Estado -cada vez más débil- para obligarnos a hacer eso que nos están mandando (como lamentablemente sucede con las reglas de tránsito).

Los acuerdos amplios, en cambio, supondrían que una mayoría aceptamos, de manera totalmente voluntaria y, todavía mejor, reflexiva, cumplir con determinada medida porque la identificamos con claridad como benéfica para el país. Pero esos no se logran si lo que se cultiva es el fanatismo. Menos todavía en el México del presente, en el que, por más que les pese, no hay un liderazgo capaz de aglutinar a una mayoría abrumadora (y créanme, me alegro enormemente que sea así).

La construcción de consensos requiere que se reconozca la postura del otro como válida. Pero, en este México en el que no se argumenta sino se descalifica -y de manera pasional- lo único que se consigue es que, quien sea que gane las elecciones el año que viene, tenga el rechazo visceral garantizado de alrededor de dos terceras partes de los ciudadanos que, a lo largo de todo este tiempo, han estado siendo adoctrinados y fanatizados. ¿En verdad se cree que así saldrá adelante al país?

Yo francamente lo dudo.

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