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Oriente Medio y el laberinto de Trump

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Oriente Medio y el laberinto de Trump

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Donald Trump parece empeñado en aislar a Estados Unidos. Y lo está consiguiendo. La escena inusitada del viernes pasado en el Consejo de Seguridad de las Naciones no pasó desapercibida. Y es casi un símbolo de la joven era Trump. Por primera vez en décadas todos los gobiernos representados en el Consejo reprobaron de forma unánime una decisión de la primera potencia económica y militar del mundo. Por un momento, Estados Unidos se convirtió en un estado paria, tal y como la mayoría de la comunidad internacional ve a la desafiante Corea del Norte. Pero no sólo eso. Con su polémica decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, lo cual viola la resolución de la ONU emitida en 1980, Trump ha logrado lo indeseable para Occidente: unir las voces más moderadas con las más radicales en los países musulmanes. El magnate republicano ha dado el pretexto perfecto para profundizar los sentimientos antiamericanos en Oriente Medio, en donde las protestas se han multiplicado, desde Líbano hasta Afganistán. La pregunta es ¿por qué lo hizo?

Lo primero a revisar es por qué una decisión de este calibre es tan importante. El frágil equilibrio en la zona del Levante mediterráneo ha dependido durante décadas del no reconocimiento de Jerusalén como capital del estado israelí. Tras la creación de éste en 1948, se desató una guerra contra los árabes que rechazaron la partición del territorio de Palestina para "crear un hogar para el pueblo judío". Hasta 1967, Israel mantuvo el control sobre Jerusalén occidental, mientras que Jordania hizo lo propio con la parte oriental, habitada por palestinos. Pero ese año, el ejército israelí asumió el control de facto de la parte palestina y en 1980 declaró a toda la ciudad como "una parte integral de Israel y su capital eterna". Pero la disputa continuó y ninguna potencia reconoció la capitalidad jerosolimitana. La ONU instó a todos los países a abstenerse de instalar ahí sus embajadas, medida que había sido respetada por todos, incluido Estados Unidos. Hasta que llegó Trump. Los primeros en protestar, obviamente, son los palestinos, quienes disputan la ciudad -o una parte de ella- como capital de su estado en ciernes.

Hasta el momento hay dos lecturas sobre las razones del presidente norteamericano para tomar una decisión así, contra todas las advertencias de la comunidad internacional. La primera, y la más socializada hasta ahora, tiene que ver con una cuestión de política interna. Según varios analistas, lo que está haciendo Trump es complacer a un sector de su electorado y, sobre todo, de sus patrocinadores. Para nadie es un secreto que detrás de la campaña del republicano hubo empresarios judíos identificados con el sionismo que comparten la visión y decisiones del gobierno israelí. Bajo la óptica de este argumento, tiene sentido que en medio de la tormenta política que azota a la figura del magnate neoyorquino por la llamada trama rusa, haya decidido fortalecer el apoyo de uno de los segmentos más duros de sus soportes, que incluye a cristianos evangélicos conservadores que han impulsado a lo largo de las décadas el respaldo del gobierno de Estados Unidos a Israel.

Pero sería un error creer que la motivación de la decisión de Trump es exclusivamente interna y que el presidente ignoraba las repercusiones que tendría para la anhelada paz en Oriente Medio. En este sentido, no es posible soslayar el contexto en el que se da el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. En la misma semana en que Trump hizo el controvertido anuncio, el presidente ruso Vladímir Putin aseguró que el grupo terrorista autodenominado Estado Islámico había sido completamente derrotado en Siria, país desangrado desde 2011 por una guerra civil y por las brutales acciones de distintos bandos, incluido el yihadista. Pero no solo el Estado Islámico ha sido derrotado, también los rebeldes opositores al gobierno de Bashar Al-Asad, que fueron respaldados por Estados Unidos con la intención de derrocar al régimen. Y el triunfo no sólo es de Al-Asad, sino también de Putin, quien brindó todo el apoyo militar al gobierno sirio al grado de convertirse en el fiel de la balanza, aunque algunos gobiernos de Occidente han cuestionado la adjudicación rusa de esa victoria.

Apenas tres días después del anuncio de Putin, el primer ministro iraquí Haider Al-Abadi declaró el fin de la guerra contra el Estado Islámico en Irak y aseguró que, al igual que en Siria, el grupo yihadista había sido derrotado. En este caso, la victoria también la pueden compartir los integrantes de la coalición internacional encabezada por Estados Unidos y la coalición formada por las fuerzas de Rusia, Siria, Irán, Irak y Líbano como contrapeso a la primera y con la finalidad de fortalecer a los regímenes de los dos países ante la inestabilidad que impera desde la intervención de Occidente en la zona durante este siglo. Al final, cada vez existe un mayor consenso de que la potencia más fortalecida tras el final de la guerra es Rusia, quien, con todos los asegunes, se ha convertido en un poder determinante para recuperar la estabilidad en la región tras las invasiones de Estados Unidos y las revueltas de la llamada Primavera Árabe, algunas patrocinadas por Washington. La presencia de Rusia se refuerza en su alianza con Irán, potencia regional, y su creciente cercanía con Turquía, nación que muestra cada vez más diferencias con su antiguo aliado Estados Unidos.

A todo lo anterior hay que sumar la necesidad que tiene China, aliada de Rusia, de que haya estabilidad en Oriente Medio y Asia Central para poder seguir avanzando en su proyecto del Cinturón y la Nueva Ruta de la Seda. Se trata del gran plan del presidente chino Xi Jinping para unir a Eurasia en una misma dinámica comercial, a través de multimillonarias inversiones en ferrocarriles, carreteras, poliductos y puertos marítimos. Mientras Rusia avanza en esa estabilización, China continúa su avance en Europa, a donde ha llevado su oferta de inversiones. No son pocos los analistas que advierten que en caso de lograr hacer de Eurasia un espacio económico común bajo su hegemonía, China no sólo volvería a poner en su continente el eje de la economía mundial, como hace más de 200 años, sino que estaría en la posición de desbancar a Estados Unidos como la primera potencia mundial. Pero eso pasa forzosamente por la estabilidad de Oriente Medio, estabilidad que hoy, nuevamente, está en riesgo por la decisión de Trump. No se debe descartar que ésta pueda ser la motivación geopolítica de su decisión, una decisión que podría servir de pretexto para la permanencia de las fuerzas estadounidenses en la región.

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