No sorprende en lo absoluto el escándalo de Harvey Weinstein, pues, además de ser la meca del cine, Hollywood es también el paraíso de la doble moral. “Si estabas en la industria cinematográfica, no había forma de que no oyeras esas historias sobre Harvey”, expresó la actriz Alice Owen.
Por un lado, a través de la pantalla grande se reflejan nuestros valores universales y resaltan las bondades de la condición humana a su máxima expresión. Por el otro, evidencia sus miserias, demonios y sombras. En ocasiones, lo que ocurre detrás de las cámaras es más lacerante y supera a cualquier guión de cine.
Tal como pasa en Las Vegas, dentro de Hollywood también se permiten, toleran y hasta promueven ciertas conductas transgresoras. Siempre ha sido así.
“No creo que se le pueda describir como un adicto al sexo, él es un depredador. Eso es diferente. Está en la cumbre de un sistema de hostigamiento, acoso e injerencias. Esto es parte de nuestro mundo desde tiempos inmemoriales”, dice la extraordinaria Emma Thompson en relación a Harvey Weinstein.
El affaire Weinstein no es el primero ni será el último. Basta recordar cuando en 1977 el director Roman Polanski, indiscutible genio de la pantalla, fue imputado por abusar de una menor de 13 años. La justicia lleva 40 años tratando de detener a Polanski pero Hollywood y Europa continúan premiándolo por su labor. Extraña dicotomía de crimen y no castigo que abre la puerta a la repetición.
Es positivo y valiente el que tantas figuras con capacidad de influir en la opinión pública, hoy salgan a denunciar los abusos del poderosísimo Weinstein. Cabría preguntarse en este y otros casos, por qué dejaron pasar tanto tiempo para hacerlo.
Empero, se precisan cambios de paradigma dentro de una industria, la de las artes, que también es proclive a adoptar conductas de enorme permisibilidad. Mientras no se ataje el problema de raíz y se comience con un verdadero ejercicio punitivo, tanto en la industria del cine como en muchos otros ámbitos seguirán ocurriendo casos como los antes relatados.
Aquí lo más grave no son los abusos per ser sino el dominio tolerado de un grupo de poder y el silencio, hasta cierto punto comprensible, de miles de víctimas.
En un giro inesperado de la historia, esta semana el actor Anthony Rapp denunció que Kevin Spacey, quien no necesita mayor presentación al ser uno de las figuras más talentosas y emblemáticas del mundo, lo acosó sexualmente cuando tenía catorce años de edad. Según afirma Rapp, los hechos habrían ocurrido hace más de treinta años.
Inmediatamente, Kevin Spacey se disculpó aduciendo que se encontraba alcoholizado, y en algo que muchos criticaron, también aprovechó el espacio para admitir que es gay.
Mala cosa mezclar gimnasia con magnesia, pedofilia con homosexualidad. Ser gay y estar alcoholizado en nada tiene que ver ni justifica la pretensión de abusar de un menor de edad. De toda suerte, sigo creyendo que Kevin Spacey es uno de los mejores actores de su generación.
En caso de merecerlo, ¿debemos seguir premiando el trabajo de personajes como Polanski? ¿Se pueden separar conductas cuasi delictivas de la capacidad histriónica? ¿Cancelar House of Cards resuelve el problema? ¿No volver a darle un papel a Spacey? ¿La genialidad está en eterna disputa y peleada con la inteligencia emocional? ¿Es a caso la transgresión parte inseparable del creador? ¿Seguimos tratando al artista en general como no adscrito a las leyes y normas de convivencia que nos rigen a todos los demás?
Pero, sobre todo, ¿cómo se aprovecha la fama para poner el acento en una problemática que nos aqueja a nivel mundial, no sólo a la industria del cine? Porque no es una cuestión de machismo, ni de preferencias sexuales ni de actores ni de buenos o malos.
Se llama abuso de poder. De víctimas y victimarios, de silencios ominosos y complicidades desde ambos bandos.
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