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RENÉ DELGADO

En meses o semanas, el presidente Enrique Peña Nieto verá su poder aún más disminuido. El reloj sexenal marca casi la hora.

Una gran interrogante es cómo quiere cerrar y entregar su administración, además de cuidarse las espaldas y blindar en lo posible su proyecto que, por su diseño e implementación, no acaba de consolidarse.

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Apenas se nomine al candidato tricolor, el halo del mandatario perderá intensidad entre los suyos y su margen de maniobra, siempre estrecho, se reducirá aún más ante aquéllos y los demás actores. Ahí, quizá, se explique la contradicción de pretender postergar lo más posible "el destape" y, a la vez, sufrir la tribulación de ver cómo avanzan y cobran ventaja los competidores.

Por su naturaleza, el momento del presidente Peña Nieto es complejo. Reconocer y asumir el agotamiento de un ciclo no es fácil, en la circunstancia, menos. El jefe del Ejecutivo y el partido está a punto de tomar decisiones importantes, al tiempo de encarar múltiples frentes que, de fallar en su atención o usarlos como ariete electoral, podrían multiplicarse y complicar aún más su situación.

Como añadido, en el círculo estrecho de colaboradores, el mandatario no cuenta con un equipo de cuadros capaces, experimentados, confiables y sin ambiciones, dispuesto a acompañarlo y ayudarlo a cerrar la gestión y conducir con inteligencia y cuidado el proceso sucesorio y electoral. Cuenta con uno, pero lo trae lejos.

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Hacia dentro y fuera de la administración y el partido, las tareas a realizar son varias, si el mandatario no quiere perder el control del proceso sucesorio y el electoral, además del país.

Controlar y disciplinar a los colaboradores o correligionarios que, queriendo la candidatura, no la harán suya. La frustración de ellos, así como la simpatía o antipatía que les suscite el nominado, podría hacerlos tirar en dirección distinta e, incluso, contraria a la que el tricolor requiere para darle un carácter competitivo y no sólo testimonial a su gallo.

Fijar el rol del propio mandatario en el proceso electoral y, de incidir en él, determinar la estrategia a seguir. Si la idea es repetir la experiencia en el Estado de México, esto es, poner al gobierno y al partido detrás del candidato oficial, comprar y coaccionar el voto, impulsar candidatos artificiales a fin de fragmentarlo y suplantar funcionarios de casillas, la revuelta social será una variable que considerar. Si, por el contrario, la intención es preservar la muy relativa estabilidad política y económica a partir de la toma de distancia del candidato y la campaña, la derrota es una probabilidad.

Tener mano izquierda pero firme con los gobernadores. Ahora que la cárcel es posible destino si pierden la comarca, se aplicarán a fondo para asegurar el retiro dorado y no el embarrotado. Hacer gala de la inteligencia y mando para diseñar e instrumentar una política provisional de contención del crimen, la violencia y la inseguridad que puede amenazar al concurso electoral. Esto, desde luego, si no se cae en la tentación de usar ese terrible recurso como ariete.

En medio de ese complicado cuadro, otra tarea es integrar la línea de defensa tanto en el Banco de México como en el Congreso. ¿Cuáles cuadros son los indicados para cubrir esos dos frentes, tanto en defensa de la economía como de las reformas emprendidas, cuando el elenco es reducido?

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En este último punto, hay un detalle. La insistencia de equiparar el eventual triunfo de Andrés Manuel López Obrador con la gestión del venezolano Nicolás Maduro, puede resultar un boomerang y convertir al presidente Peña Nieto en el autor de la reedición del "error de diciembre".

Esa equiparación, en efecto, puede provocar miedo al electorado. Pero la sobreexplotación del recurso puede acarrear consecuencias económicas, antes de que el propio Ejecutivo concluya su mandato. Y cuidado, quien está avivando la hoguera del populismo es el partido que comanda el mandatario y puede también abrasarlos.

A veces los deseos se cumplen no cuando uno quiere.

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Otra interrogante a resolver cuanto antes por el mandatario es: cuándo llevar a cabo el ajuste en el gabinete con motivo de la designación del candidato oficial, ¿antes o después de su destape?

En esto radica la paradoja ya señalada. El presidente Peña Nieto cuenta con un solo hombre capaz, confiable, leal y, sobre todo, sin ambiciones sucesorias, pero lo trae subiendo y bajándose de aviones, alejado del acontecer nacional. De ser cierto el autodescarte de Luis Videgaray en el juego electoral, su jefe debería valorar dónde le conviene colocarlo, dentro o fuera del país... o en el Congreso.

Dada la incontenible esquizofrenia de Donald Trump, la renegociación del Tratado de Libre Comercio es un albur. Y en el frente exterior, ahí sí, al mandatario no le faltan cuadros. El mismo embajador Gerónimo Gutiérrez goza de la formación, experiencia y trayectoria requerida para encabezar la Secretaría de Relaciones Exteriores y, a la vez, hay diplomáticos con el empaque necesario y suficiente para reemplazarlo en Washington. Asimismo, Ildefonso Guajardo y Juan Carlos Baker en la Secretaría de Economía cuentan con tablas en materia comercial.

Con tanto frente abierto al interior, justo cuando el mandatario está impelido a tomar decisiones importantes, no le sobraría reponderar dónde es más útil Luis Videgaray. La cosa es que esa decisión urge tomarla antes del arranque de la renegociación del Tratado y antes de la nominación del candidato presidencial tricolor.

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La clave para descifrar el momento presidencial radica en cómo quiere cerrar y entregar su administración, cuidarse las espaldas y blindar su proyecto. Si ese dilema no está en el horizonte del mandatario, ni sentido tiene el planteamiento.

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