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Igual que antes

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Estamos, de nuevo, en el pasado. Otra vez, la pregunta ya no es cuántos días le restan al sexenio, sino qué otras calamidades pueden ocurrir en lo que concluye. Es, como con Felipe Calderón, la degradación de la política, la fiesta de la sangre y el año de Hidalgo prorrogado: el descuartizamiento del anhelo democrático.

El daño provocado al país en la alternancia compartida por el panismo y el priismo no tiene paralelo. El derecho a la vida, la integridad y el patrimonio; a la libertad y el libre tránsito; a votar y ser votado; a ser informado y escuchado; a expresar y participar... lejos están de contar con la garantía del Estado, sufren restricción, deterioro o retroceso.

El sello de la estancia del panismo y el priismo en la residencia de Los Pinos fue y es la frivolidad, la negligencia, la pusilanimidad, el cinismo y, claro, la incapacidad de gobernar. La expectativa generada al arranque del milenio, hoy yace de seguro en alguna fosa aún no descubierta, en alguno de los tantos hoyos negros donde ambas fuerzas políticas quisieran sepultar su desvergüenza.

Irrita oírlos vociferar en coro que el país se juega en el 2018 su futuro, cuando su meta ha sido prolongar el presente o rescatar el pasado.

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El saldo de los dieciséis años en que Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña ocuparon sin habitar la residencia de Los Pinos, en que se terciaron la banda presidencial al pecho sin asumir la investidura, no corresponde al de un país que consolidó su democracia y abatió la brecha de la desigualdad.

La transición a la democracia se estrelló en la ruta. El Estado de derecho se debilitó. La alternancia se tradujo en turno, no en alternativa. La orfandad de los gobernadores ante el fin del presidencialismo se refugió en una conferencia de ladrones. Los partidos se partieron y olvidaron a la ciudadanía. El debate abierto derivó en acuerdo cerrado. El Legislativo regresó a ser apéndice del Ejecutivo. El crimen organizado le ganó a la política desorganizada. La reconfiguración de la Policía se abandonó a costa del Ejército. Las divisas del petróleo se evaporaron y el crudo residual se ordeñó. La pobreza y la desigualdad se profundizaron. Y, otra vez, del dolor, la sangre y la corrupción se hizo ariete electoral, no causa política.

El entusiasmo que, en su arranque, suscitaron Vicente Fox y Enrique Peña se resume en la decepción que, de cabo a rabo, marcó a la administración de Felipe Calderón, el expresidente que hace víctima de la violencia intrapolítica a su esposa y se enorgullece de haber sembrado de cadáveres el país, en vez de cruzarse de brazos.

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En ese marco, no deja de ser curioso el perredismo. Siempre buscando la alianza electoral con el panismo que éste transforma, después, en alianza política con el priismo desde los tiempos de Carlos Salinas de Gortari.

Alianza en el desarrollo de un modelo económico que margina a infinidad de mexicanos, circunscribe su beneficio a los exportadores y que hoy se tambalea con Donald Trump al frente de la Casa Blanca, la de Washington. Alianza política para impulsar una democracia bipartita y tutelada. Alianza parlamentaria y legislativa, fincada en el canje, la cuota y la transa. Alianza en la incapacidad de garantizar la seguridad pública y presentarla como una adversidad incontrolable. Alianza con tufo de complicidad, donde la supuesta identidad encontrada entre ambos partidos se borra.

Asombra la ingenuidad o la perversidad del perredismo que, en su debacle, entierra su vocación de poder a cambio de conservar con vida una que otra canonjía. Algo es algo.

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Ahí se explica, aunque no como gesto de civilidad, la presencia de Josefina Vázquez Mota en Palacio Nacional, cuando Enrique Peña Nieto asumió la Presidencia de la República. Gesto recompensado después con beneficios a la fundación Juntos Podemos y, ahora, correspondido con la postulación artificial al gobierno de la entidad donde la mujer sólo pernocta, y realizar un mejor imposible: desbarrancarse hasta el tercer o cuarto lugar.

Ahí se explica por qué algunos secretarios de Estado visten o combinan la camiseta azul o roja, según la temporada política. Ahí se explica por qué, uno u otro partido, asume el poder y firma a ciegas el acta de entrega-recepción sin hacer ningún corte de caja o, peor aún, encubriendo las trapacerías del antecesor. Y también se explica por qué el priismo y el panismo transitan por la vida sin hacer el balance autocrítico de su gestión.

Ahí es donde la democracia adquiere tinte de simulacro; y la inseguridad y la corrupción, de tradición irrenunciable.

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En ese cuadro es donde las elecciones en el Estado de México, Coahuila, Nayarit y Veracruz revisten una importancia superior a la de su manifiesto objetivo.

En particular, la gubernatura del Estado de México se torna en anuncio de tormenta. La disputa una fuerza ajena al pactismo, repelente por lo pronto a los arreglos bajo cuerda. Y la pelea en la tierra del mandatario, de su primo y de la dinastía Del Mazo, del legendario grupo Atlacomulco, de uno de los precandidatos tricolores a la Presidencia de la República, de los consorcios desarrollados a la sombra del compadrazgo y el favoritismo. En la tierra donde el PRI cifra su posibilidad o su debacle de cara al año entrante y los siguientes.

De ahí que al grito del futuro está en peligro, el priismo corra en fuga hacia el pasado que tan buen sabor de boca le ha dejado y pida auxilio a sus socios-adversarios en aras de mantener, entre ellos, el secreto de ejercer el no poder.

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Falta por ver otras calamidades, pero lo que está fuera de duda es que el país no sólo está en las mismas de antes, sino frente al peligro de perder otra vez el tiempo y el horizonte.

@kardenche

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