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No inquina, fastidio

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

No, no es inquina contra un gobierno, partido o político en particular, es fastidio ante un régimen inaceptable que, pese a los pequeños pasos dados en dirección a corregirlo, prevalece no como una calamidad impuesta por el poder de la naturaleza, sino por la naturaleza del poder.

La transición fracasada, la corrupción avivada y la criminalidad desatada resumen el agotamiento del régimen y el desahucio de sus dirigentes que gritan sus pequeñas diferencias, pero callan su más grande coincidencia: la complicidad en el afán de sostenerlo, sin advertir que escriben su epitafio.

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Reacia a entender que la compra y la coacción del voto, el abuso de los recursos y puestos públicos y el tributo al crimen conjugan e impulsan la extorsión como sello de subdesarrollo político, esa élite resiste construir un régimen distinto.

Ante los intereses involucrados en esa tríada, la clase dirigente rechaza comprender así el fenómeno y, obvio, ataca sus partes por separado como si no hubiera liga entre ellas. Tira hojas secas o poda alguna rama, pero deja viva su raíz. En cada una de esas tres vertientes y al ritmo de aparente urgencia, el país ha gastado cualquier cantidad de tiempo y recursos humanos, políticos, económicos, tecnológicos y materiales para dar a luz un resultado mediocre, si no adverso. Muchos de esos recursos han terminado por abonar el vicio, en vez de radicar el anhelo.

Entre paréntesis. En este punto se equivoca Andrés Manuel López Obrador y coincide -aunque, de seguro, le moleste- con Vicente Fox. El problema no se resuelve con el sólo cambio de personas en el poder, exige replantear la estructura y el carácter del poder. Sin ello, el mismo régimen terminará por triturar a los ilusionados.

No es cosa de cambiar el reparto del poder, sino también el sentido del poder.

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Las millonarias prerrogativas partidistas no frenan el ingreso y el uso de dinero limpio, sucio o lavado, sólo agrandan el tamaño del botín y alientan la lucha por la dirección de los partidos y el control de la marmaja, tan importante ahora en la política. Y el botín aumenta al integrar, por cuota y transa, la participación de los partidos en la multiplicidad de institutos y comisiones que pasan a formar parte del patrimonio de los mismos, no de la ciudadanía.

Viene la paradoja. De a tiro por elección, se le echan pisos y pisos al creciente y complejo edificio del sistema electoral que, al estar basado en las cuotas partidistas en el instituto y el tribunal, en vez de sumar, le resta legitimidad a los procesos. Consecuencia, se judicializan los concursos y, así, se genera la posibilidad de ganar en el tribunal lo que se perdió en la urna y, al final, los magistrados deciden por los electores quién debe gobernarlos o representarlos.

El voto queda sujeto a sentencia y la ciudadanía, a condena.

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Los millones destinados, desde 1976, a combatir la corrupción han generado contralorías, secretarías, auditorías y, ahora, comités, fiscalías y magistraturas y... la corrupción campea, haciendo del civismo ejercicio de cinismo: al corrupto no se le aísla o margina, se le reconoce por su habilidad de robar y mostrar lo robado en una mansión, en vez de pagarlo en una prisión. Es celebridad en los saraos, meme en las redes sociales. A los partidos les inquieta la corrupción, pero participan de ella y la practican según su talla.

Hoy, tres ingredientes exhiben la impunidad y la pusilanimidad de partidos y gobiernos frente a ese mal, bendito para ellos. Dos ya mencionados aquí. Uno, la corrupción corroe al régimen, ya no lubrica su engranaje. Dos, los políticos en posición de mando se interesan por las joyas de palacio, no por el gobierno desde él: roban sin gobernar. Y, tres, las acciones anticorrupción en el exterior -fuera del control local- dan cuenta de la acción procorrupción al interior. ¡Ah, qué la globalización!

De España, Estados Unidos, Italia, Brasil, Guatemala... llegan las noticias que, con tremenda cara dura, el PRI celebra. Ahí están los priistas celebrando la captura del priista que postularon, cobijaron, expulsaron y, ahora, condenan, sin decir que el elenco de rateros forma parte de su compañía estelar.

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Los millones destinados a los cuerpos de seguridad se han convertido en subsidio al crimen en más de una región o estado.

Los contribuyentes pagan el desarrollo de la industria criminal porque policías, patrullas, armamento y sistemas de comunicación y vigilancia con inusitada frecuencia están no para servir y proteger a la ciudadanía, sino al ¡crimen! Un policía federal declara fuera del país cómo su ascenso en la corporación le permitió crecer en la estructura del crimen. Un fiscal, detenido en el exterior, resulta que procuraba crimen, no justicia. Un gobernador recibió recursos a título de pago de derecho de piso en su entidad, otro se embolsó el presupuesto y negocia el delito dispuesto a encarar...

Desde antes del cambio de siglo, se ensayan y ensayan modelos o fórmulas de seguridad y el crimen festeja la inutilidad del ejercicio oficial.

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Lo más asombroso es que hay intelectuales que aplauden a rabiar lo hecho, celebran el reformismo desde el conformismo, critican a quienes critican la nulidad del resultado e instan a seguir por el camino por donde el país transita, siendo que está atascado desde hace décadas. La transición inconclusa a la democracia, el avivamiento de la corrupción y la pérdida de la frontera entre crimen y política están vinculados y anuncian el agotamiento del régimen y el desahucio de sus dirigentes.

No, no es inquina, es un profundo malestar ante la imposibilidad de legar a las próximas generaciones un país mejor que el recibido.

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