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Escándalo y cinismo

JESÚS SILVA-HERZOG

El escándalo, esa transgresión que, al revelarse, genera un repudio generalizado no es asunto que podamos dejar a la prensa amarillista. El escándalo no es simplemente la comidilla de los chismosos y los indignados. No deberíamos verlo como un circo que oculta lo verdaderamente importante, la distracción que nos hace perder de vista lo esencial. El escándalo abre una grieta por la que podemos asomarnos a la naturaleza profunda de un régimen. Más que entretenimiento morboso, es una rendija que exhibe las rutinas ocultas de la política: sus redes escondidas, sus prácticas ilegales, sus auténticos valores. John B. Thompson, un sociólogo inglés que se ha dedicado a entender la dinámica de este fenómeno, está convencido de que el escándalo presenta la oportunidad de apreciar las verdaderas fuentes del poder. Su argumento es que ese destape no solamente abre una posibilidad al entendimiento sino, sobre todo, a la corrección. Es el síntoma que llama a la cura. Del escándalo puede venir el castigo o la precaución. Destapar un caño puede oxigenar la vida pública. Pero. ¿si son mil?

Un escándalo necesita recorrer su ciclo. Un indicio da pie a una revelación. El atropello que permanecía oculto se divulga atizando la inconformidad, la indignación, la rabia. La prensa se concentra en la ofensa y da alimento a la crítica. En cascada caen las reacciones: nadie puede dejar de manifestar su opinión. El asunto atrae conversaciones y entrevistas, opiniones y discursos. No hay espacio donde no se comente la ofensiva develación. Así se abre un tiempo efervescente de la opinión pública que condensa, de algún modo, una preocupación común, un hartazgo compartido, una exigencia de acción. Un resorte moral se activa con la convicción de que hay comportamientos inaceptables. El escándalo tiene como primer efecto el cancelar la posibilidad de la indiferencia. Hay que tomar postura ante los agravios. Tal vez sea el oportunismo el impulso principal de la reacción pero, a fin de cuentas, el escándalo es un alfiler que levanta de la poltrona a la clase política.

Se entiende que, para lograr su efecto, el escándalo necesita singularizarse. Ser uno, si acaso, unos cuantos. Individualizarse para captar la atención de la opinión pública, para que los medios ahonden en las causas y las raíces del fenómeno, para exigir cuentas y acciones. Ser un paréntesis a la política cotidiana. Se entiende: reaccionamos a lo extraordinario, no a lo habitual. Cuando el escándalo es rutina desaparece la posibilidad de reflexión y de la acción. Eso es lo que tenemos en México desde hace ya demasiados años. No una sucesión de escándalos sino un revoltijo de escándalos. Un amontonamiento de escándalos que terminan trivializándose. Se confunde la trama de un asesinato con el descubrimiento de unos papeles falsos, la mentira de un político con el fraude del otro. Lo macabro y lo ridículo, lo aberrante y lo inconcebible son la nota diaria. ¿Cuántos escándalos podemos contar esta mañana al leer el periódico? ¿Cuántos recordamos de la semana pasada? ¿Cuándos se acumularán para el mes próximo? Y quedarán abiertos, aunque pesquen a un bandido o pierda la elección un candidato. El escándalo ha terminado por ser pura espuma. Baba que no alienta la crítica, que no permite la profundización en las raíces de nuestros males, que no provoca acción. Saliva que, de hecho, sirve de resguardo para el siguiente escándalo.

La rutina del escándalo es el barullo del cinismo. Quienes gobiernan se han convertido en expertos en la meteorología de la indignación. Las lluvias, las tormentas, los huracanes vienen y se van. Simplemente hay que resistir el vendaval. No hay tempestad que dure cien años. Quienes ejercen el poder saben bien que la opinión pública puede ser rabiosa, pero es olvidadiza. El señuelo del atropello reciente la lleva a olvidar el atropello previo. Nos timan con esos espejitos. Nos menean con el cascabel del escándalo. Dejamos de ver lo indignante para ver lo que también indigna. En el amontonamiento de las ofensas se cuela un permiso: puede hacerse cualquier cosa si se está dispuesto a pagar el precio de un escándalo desagradable, ruidoso. y breve.

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