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Cárceles, crudo reflejo del país

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En menos de un mes tres sucesos relacionados con el sistema penitenciario mexicano han puesto al descubierto una vez más la falta de control por parte de las autoridades en las cárceles del país. En Apodaca, Nuevo León, un video mostró la forma en la que un grupo de reos es sometido, golpeado y humillado por otro. En Culiacán, Sinaloa, cinco peligrosos reos se fugaron del penal, entre ellos el hijo de uno de los líderes del Cártel del Pacífico. La semana pasada, en Ciudad Victoria, Tamaulipas, se presentó otra fuga, ésta de 29 reclusos; un día después, una riña dejó tres internos muertos.

Estos hechos no son aislados, forman parte de una cadena de desmanes que reflejan la descomposición del sistema penitenciario mexicano. Y aunque habrá quienes argumenten que en los tres casos se trata de cárceles bajo control de los gobierno estatales, basta recordar la asombrosa fuga de Joaquín “el Chapo” Guzmán del penal de máxima seguridad del Altiplano I, en Almoloya de Juárez, Estado de México, para darse cuenta de que se trata de un problema a todos los niveles.

Que los gobiernos no puedan garantizar la seguridad en los centros de reclusión y que, por el contrario, la falta de control derive en autogobiernos que permiten que los grupos criminales los utilicen como base de operaciones, habla de una debilidad institucional y de estado de derecho alarmante. Porque si las autoridades formales no pueden ejercer el mandato de la ley en sitios de cautiverio, mucho menos podrán hacerlo en la calle, en donde las condiciones son mucho más complejas.

El problema de estos vacíos y debilidades es que el Estado mexicano gasta ingentes cantidades de recursos en un objetivo que no se cumple: la readaptación o rehabilitación social de los delincuentes. En teoría, las cárceles deben servir, primero, para aislar a quienes a través de un juicio se les ha comprobado que son un peligro para la sociedad por haber cometido un delito. Luego, para ayudar a estas personas a que corrijan el rumbo y, con los méritos necesarios y purgando sus condenas, puedan reincorporarse a la vida social, cosa que rara vez ocurre.

La sobrepoblación; el gran número de internos sin juicio o sentencia; la mezcla de reos de alta o mediana peligrosidad con aquellos que cometieron ilícitos menores (como el robo de comida, por ejemplo); la corrupción de las autoridades penitenciarias, y la vulnerabilidad de las mismas frente al poder del narcotráfico son los principales problemas que enfrenta el sistema. Suficientes como para hacer notar la urgencia de una reforma penitenciaria integral que corte de una vez por todas el círculo vicioso del que se sigue alimentando la criminalidad en México.

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