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Reflexiones en el Centenario de la Constitución de 1917 IV

JUAN ANTONIO GARCÍA VILLA

Hacia fines de los años 40, cuando las fuerzas aliadas de ocupación decidieron conceder a Alemania Occidental autonomía interna, los líderes de los dos principales partidos de la postguerra, Konrad Adenauer de la Democracia Cristiana y Willy Brandt de la Socialdemocracia, con sus respectivos equipos, se reunieron para acordar los lineamientos generales que debería tener la nueva Constitución de su país.

Aunque parezca increíble y a pesar de que acababan de pasar por los horrores del nazismo y su patria había quedado en ruinas, les bastó un día, ¡sí, un día! para realizar esa tarea. Es decir, en una jornada resolvieron cuáles deberían ser los principios generales de su nueva Constitución.

A la luz de ese caso, cabe preguntarse cómo ha sido en el pasado la experiencia de nuestro país en esta materia, y si en el futuro podríamos tener alguna similar a la de Alemania.

La verdad es que se ve difícil. Entre otras razones, no la única, por esa irrefrenable tendencia de llevar todo cuanto sea posible al texto constitucional. Así, se ha convertido a la Ley Fundamental mexicana en un extenso corpus de normas que deberían estar en leyes secundarias y aun en ordenamientos reglamentarios. Y tanto mejor, parece ser la pauta, si su redacción es ambigua, confusa o contradictoria.

¿Elaborar una excelente Constitución es necesariamente una obra muy difícil, ardua y harto complicada? La mejor experiencia histórica indica que no. Según Gladstone, la Constitución de Filadelfia es "la obra más admirable que ha producido el entendimiento humano". Y se dice que Randolph sólo necesitó de cuatro días para crear la parte "inmortal de la Constitución americana", que es la relativa a la forma de gobierno plasmada en el Plan de Virginia.

No se requirió pues de mucho tiempo, sólo de sentido común, actitud abierta, buena fe y el conocimiento simple de las cosas, sin mayores complicaciones.

En México por desgracia las cosas han sido notoriamente diferentes. Aunque al principio apuntaron bien. Como cuando al inicio de nuestra vida independiente el coahuilense Ramos Arizpe sólo pidió tres días para elaborar el Acta Constitutiva de 1824. No necesitó más.

Por cierto, sobre esa Acta Manuel Herrera y Lasso, quizá el más lúcido constitucionalista que México ha producido, escribió que: "resulta patente su mérito excepcional, que sólo contiene 36 artículos y acredita la rara prudencia de su autor que supo resistir la atrevida idea de fabricar una Constitución, como el mundo, en siete días." ¡Claro!, porque sólo requirió de tres.

Lamentablemente mucho le ha fallado a la nación en este campo. Quienes han estudiado el tema de nuestras asambleas constituyentes, como Emilio Rabasa y Cosío Villegas, entre otros, no cesan de elogiar la labor desarrollada por los que tuvieron esa tarea en 1856-57. Aunque tuvieron su lado oscuro. Como el que narra Emilio Rabasa en su libro clásico "La Constitución y la dictadura" (1912), quien luego de decirnos que este Constituyente de 1857 dispuso de un año para terminar su tarea, escribió lo siguiente:

"… cuando estaba por agotarse el tiempo disponible, las sesiones tenían que suspenderse o no reanudarse por falta de quórum. Momento llegó en que fue necesario integrar 'una comisión (que) fuera a los teatros a buscar diputados'… la cual volvió después de una hora e informó que en un teatro encontró siete diputados, de los cuales sólo dos ofrecieron asistir a la sesión. Pero la reunión se disolvió a las once y media de la noche, convencida de que era inútil esperar más". Lo anterior sin considerar que algunos diputados "se fingieron enfermos para ir al teatro".

Si tal tipo de experiencias se tuvieron con la más grande generación de legisladores que la nación ha tenido en más de dos siglos, ¿qué se puede esperar de las demás? Por ello, crear una nueva Constitución que supere los vicios y desviaciones de la vigente, ahora centenaria, parece ser una propuesta exótica y de plano inconducente.

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