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La pasividad como diplomacia

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

Sin imaginación la política se ahoga. Toda política exige ingenio, iniciativa, cierta audacia. No hay nada peor en el mundo del poder que la incapacidad para intuir posibilidades. La ruina proviene frecuentemente de un encierro mental: estar atado a lealtades inservibles, insistir en lo insostenible. El presidente mexicano encara el peor desafío de su administración con un cartucho quemado, con un político que no puede generar respaldos dentro del país ni respeto afuera de él.

Enrique Peña Nieto ha premiado con la Cancillería al hombre que planeó y organizó la funesta visita de Donald Trump. Pensará que, después de todo, no fue tan mala idea. Habrá llegado a la conclusión de que su asesor tuvo el atrevimiento de acercarse al candidato que terminó imponiéndose. Se habrá hecho a la idea de que, a pesar de su impopularidad, fue una decisión acertada. No me cabe la menor duda de que fue un gravísimo error de juicio. Una decisión costosísima para el Presidente y para México. Los resultados de las elecciones de noviembre no le dan la razón al hombre que puso al gobierno de México al servicio del candidato republicano. Por más que se vendiera como una apuesta por el diálogo, las condiciones del viaje fueron definidas por Trump; todo se puso a su servicio. No diría, por supuesto, que esa intervención fue definitiva. Trump no le debe la Presidencia a Peña Nieto. Pero el presidente mexicano le ayudó. Parece innegable que Enrique Peña Nieto apoyó involuntaria, pero objetivamente al populista que tanto nos odia. La prensa internacional así lo registró. Los medios afines a Trump festejaron ese día como el gran momento de su campaña.

Que el presidente mexicano recurra al arquitecto del colaboracionismo para dirigir la política exterior de su gobierno es alarmante. Pinta el enclaustramiento de un gobernante que no puede ver afuera de su camarilla y que no tiene otra estrategia que la inacción. Su nombramiento no es objetable por la inexperiencia diplomática del político sino por razones de mucho mayor peso. Una razón ética, para empezar. El primer secretario de Hacienda de esta administración se benefició de su cercanía con el poder para obtener una ventaja patrimonial. No hay duda de ello y no hay razón para olvidarlo. Su regreso al primer círculo es recuerdo de los rigores éticos del presidente Peña Nieto. En segundo lugar, su retorno es la adhesión a un lastre. El nuevo canciller no refresca al gabinete, no le imprime nuevos bríos, no le aporta ideas. Por el contrario, lo atranca. El nombramiento es cuestionable, sobre todo, porque el nuevo canciller apuesta a la mansedumbre frente a Trump. Ya son muchos los signos de esa convicción. Débil en extremo fue el discurso que pronunció Peña Nieto frente a Trump. Con toda seguridad, el entonces secretario de Hacienda habrá delineado el mensaje: una tibia defensa de los intereses de México, un frío alegato a favor del libre comercio propio de una convención empresarial. No la posición firme de un jefe de Estado que aquilata a plenitud la dimensión geopolítica de la vecindad. De la mano de Videgaray, Peña Nieto expuso su tesis frente a la amenaza: pasividad y cobardía disfrazadas de diplomacia.

Esa parece ser la estrategia frente a Estados Unidos del nuevo secretario de Relaciones Exteriores. Ante la insistencia del presidente electo de que México pagará el muro fronterizo, la Cancillería se pronuncia por el silencio. No hacer nada y esperar que algún milagro domestique al patán. No decir nada, implorando que la razón ilumine al demagogo. Videgaray no llegó para aprender; llegó para callar. Donald Trump está a unos días de asumir la Presidencia de Estados Unidos y no ha llegado el día en que México defina públicamente y con claridad qué busca de la relación con el vecino, qué estaría dispuesto a negociar y cuáles son los límites de cualquier conversación.

Que la credencial de Videgaray para ocupar la Cancillería sea el puente que tiene con un pariente del futuro presidente norteamericano no habla de su capacidad, sino de los estilos mexiquenses de gobernar. Conocer al compadre del poderoso como el supremo recurso político. La pasividad que representa la Cancillería de Videgaray no es una imposición del realismo. Nuestra disyuntiva no es la indignidad o el escupitajo. Para eso sirve la diplomacia.

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