Puede compararse el año que ha concluido con el 89. De la promesa de los muros rotos a la amenaza del levantamiento de los muros. El 2016 quedará como el año que clausuró el iluso optimismo liberal. El fin del fin de la historia. El primer capítulo de este cuento que se reabre es francamente perturbador: las autocracias se prestigian, resurgen los nacionalismos, la integración fracasa. Un fascista se mudará pronto a la Casa Blanca. Sus admiradores en Europa se frotan las manos. La nostalgia nacionalista parece ser el denominador común. Regresar a tiempos idílicos; recuperar la grandeza de ayer, retomar el control perdido. El ensayista Mark Lilla ha dedicado su libro más reciente a ese tema. En La inteligencia del naufragio, explora la seducción del radicalismo reaccionario. Revoluciones cuya utopía es el pasado. Romper con el presente para revivir lo que se fue. La nostalgia incuba tanto en la izquierda como en la derecha; puede ser igualitaria o aristocrática. Si resulta tan poderosa hoy es precisamente porque esa idealización del pasado invoca un tiempo de certidumbre. Ante las ansiedades del presente, la demagogia del paraíso perdido.
La visita de Trump a México unificó al país en la indignación. No es fácil ubicar un momento de tanta coincidencia. Después de los insultos y las amenazas al país, el Presidente le ofreció plataforma al enemigo para un acto electoral. Por supuesto, era razonable entrar en contacto con el candidato, dialogar con su equipo. Otra cosa era ofrecerle los recintos oficiales como escenario para el relanzamiento de su campaña. El propio Presidente llegó a reconocer el error de la visita. Pero hay quien dice ahora que la victoria de Trump da la razón a quienes organizaron la visita. Que la historia dio la razón a Peña Nieto. El argumento me parece absurdo: el Presidente mexicano no resultó un visionario sino un colaboracionista.
"La gente de este país está harta de los expertos". Si hay una línea que captura el clima intelectual de este tiempo es precisamente esta cita del secretario de justicia británico, Michael Gove, durante el debate de "Brexit". El repudio de la clase política que se siente en Inglaterra y en Estados Unidos, en Francia y en México barre también con los antiguos referentes de entendimiento: medios tradicionales, especialistas, instituciones de pretendida imparcialidad, encuestadores. El mundo de la "post-verdad" es simultáneamente desconfiado y crédulo, suspicaz y devoto. Una nueva fe se abre paso: creer en todo aquello que me complace, negar cualquier información que me cuestione. Chesterton la anticipó en su tiempo. El problema del ateísmo, decía, no era dejar de creer en Dios sino disponerse a creer en cualquier cosa.
Coincido con lo que ha escrito Juan Carlos Romero Puga en Letras Libres: el personaje del 2016 en México es Javier Duarte. Si estos meses han estado marcados por la corrupción (hablo no solamente de los escándalos, sino también de los esfuerzos de la sociedad civil por combatirla), no hay nadie que encarne el mal como él. No se equivocaba el candidato Enrique Peña Nieto cuando soltó el nombre de Duarte como ejemplo del "Nuevo PRI". Lo es. El prófugo veracruzano representa, en efecto, una degeneración del priismo tradicional; una nueva versión del viejo partido oficial: corrupción extrema que se libera de cualquier vestigio de disciplina. La impudicia del exgobernador veracruzano no tiene precedentes. La corrupción del priismo en la era hegemónica era práctica común, pero encontraba límites. A fin de cuentas, el viejo presidencialismo era, de algún modo, un mecanismo no democrático de rendición de cuentas. No ha encontrado sustituto legal. Duarte simboliza esa desvergüenza sostenida durante un tiempo en la complicidad del gobierno federal y después en su impotencia. Los caciques locales pueden usar al gobierno central y burlarse de él.
Queda 2016 como el año en que se clausura el optimismo liberal iluso. Inicia una historia perturbadora.
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