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Carta del Papa

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

La carta apostólica del Papa Francisco Misericordia et misera, emitida el domingo pasado en la culminación del Año de la Misericordia, autoriza a todo sacerdote a perdonar el pecado del aborto, lo que durante algún tiempo estuvo reservado al propio Papa para ser ejercido a través de los obispos y de ciertos sacerdotes específicamente designados.

La Iglesia mantiene su convicción de que el aborto es un crimen horrendo, según fue reiterado ese día por el propio Pontífice, porque implica la supresión de la vida humana asesinando a un ser indefenso con premeditación, alevosía y ventaja, con el agravante de que en ocasiones, el destino de los restos corporales se destina a un infame tráfico comercial en nombre de la ciencia.

En el plano político la promoción deliberada del aborto por parte de algunos gobiernos del mundo, alentados por factores de poder de alcance internacional y con propósitos perversos de ingeniería demográfica, ha generado una dialéctica destructiva que divide a las sociedades en bandos a favor y en contra, en la que los partidarios de la cultura de la muerte esgrimen argumentos centrados en el presunto derecho humano de las mujeres a disponer de sus cuerpos, lo que es un gran error tomando en cuenta la evidente individualidad del niño desde su formación en el vientre de su madre.

Para los analistas de las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos, es palpable que una de las razones importantes del repudio hacia la candidatura de Hillary Clinton entre los electores conservadores de aquel país, deriva de su compromiso con el lobby abortista mundial, en el que militan diversas asociaciones que aportaron fondos a la campaña de la abanderada demócrata, entre las que destaca Planned Parenthood, promotora de grandes transnacionales que trafican con órganos humanos obtenidos de la práctica del aborto, para destinarlos a escala comercial en la realización de experimentos.

En el caso de nuestro país la división comenzó a raíz de que las autoridades de la Ciudad de México autorizaron el aborto e instrumentaron políticas públicas para su promoción a través de los sistemas de salud. En aquel entonces el gobierno de Felipe Calderón planteó una controversia constitucional ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en defensa del derecho humano a la vida. La Corte declaró infundada la demanda con el sofisma de que si bien la Constitución protege el derecho a la vida, no existe un texto que a la letra diga que dicha protección inicia desde el momento de la concepción, lo que deviene absurdo atendiendo al principio según el cual, si la ley no hace distinción el juez no debe distinguir.

Para acotar el genocidio que en la Ciudad de México ha cobrado al menos ciento sesenta mil vidas humanas, veinte estados de la República Mexicana han modificado sus constituciones locales para garantizar de manera expresa la protección del derecho a la vida desde el seno materno. Por lo que hace a Coahuila, existe en el Congreso una iniciativa del gobernador Rubén Moreira en favor del aborto, que por cálculo político mantiene en pausa su presentante.

Lo anterior significa que el tema de la defensa de la vida humana desde la concepción ha alcanzado dimensiones que exigen la participación responsable y generalizada de todos los actores sociales, y por ello resulta indicada la decisión del Papa, en el sentido de ampliar la intervención de la Iglesia en el plano religioso, para intervenir en los casos de aborto asistiendo a los penitentes.

A la Iglesia y al Papa corresponde evangelizar para detener la matanza, al tiempo que les toca curar los efectos devastadores de la decisión de abortar ocasionados en la mente y el alma de los padres y madres que de verdugos de sus propios hijos, terminan por ser víctimas del horror y del remordimiento.

En la carta apostólica cuyo comentario nos ocupa, el Papa amplia la actividad pastoral de la iglesia autorizando a todos los sacerdotes del mundo a tratar los casos de aborto en confesión, e invita a los culpables de aborto para que se acojan a la misericordia de Dios, sin más requisito que el de arrepentirse y abrir su corazón.

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