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De reglas y naturaleza

JESÚS SILVA-HERZOG

El privilegio ontológico del hombre es la mudanza, escribió Ortega y Gasset. Nadie más que el hombre cambia de traje, de costumbres, de dioses, de valores. Las piedras están atadas a su destino. Las plantas estarán siempre pegadas a su raíz, los reptiles al imperio de sus aspas genéticas. Sólo nosotros somos capaces de desatarnos de lo que fuimos, rechazar lo heredado, intentar lo que nadie se atrevió antes. Lo que nos separa de nuestros primos y nuestros ancestros es precisamente el ser capaces de inventar caminos. El hombre no es, insiste Ortega: va siendo. Vive porque se inventa proyectos, porque desecha trastos que ya no le sirven, porque rehace sus ciudades, porque discute el rumbo, porque redacta, en diálogo, sus pactos.

Por eso decía el filósofo español que el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. "Lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia (.) al hombre." Esto escribe Ortega y Gasset en 1940 en su libro sobre la historia como sistema. El hombre es el animal que se rehace. A diferencia del resto de sus parientes, acumula hábitos y los descarta; innova y persiste. No estamos atados al dictado de nuestros ancestros sino al deseo de moldear nuestro futuro. La vida es un quehacer. Una labor complicada y exclusivamente humana, insiste Ortega. Hay que examinar constantemente el valor de lo recibido y las ofertas del invento. Esos problemas no los tienen las piedras ni los conejos. Han de ser siempre las mismas piedras, los mismos conejos. Por eso somos, para Ortega, criaturas indigentes: lo único que tenemos realmente son carencias y esperanzas. "El astro, en cambio, va, dormido como un niño en su cuna, por el carril de su órbita."

Cuando escucho a los enemigos de la universalización de los derechos hablar de la naturaleza como legisladora inapelable pienso precisamente en la pobreza de su idea del hombre. A su juicio, somos criaturas incapaces de dictar las normas de nuestra convivencia. Si se nos deja experimentar, provocaremos el infierno. Por ello hemos de inclinar la cabeza ante las normas que alguien proclama divinas o naturales. Dejar de examinar su fundamento y sus consecuencias. ¿Debemos olvidar que durante muchos siglos se creyó que la esclavitud era producto de la naturaleza? Institución natural, la llamaban. Para los defensores de esa convicción, era un acto de soberbia el someter este arreglo al juicio de la razón. Cuando los creyentes sentencian que una norma es producto del diseño divino (o, lo que es lo mismo, del dictado de la naturaleza) nos exigen de inmediato acatamiento y silencio.

Más que medieval, el desafío de los integristas parece tribal. Se fundamenta en la idea de que el mundo de los hombres y el mundo de las cosas forman parte del mismo tejido. Su legislación es idéntica. De la misma manera que debemos conocer las reglas que gobiernan la lluvia, hemos de esforzarnos por conocer las reglas que gobiernan la tribu. Nosotros no inventamos esas reglas, apenas somos capaces de transcribirlas. Por eso, los brujos de la tribu están convencidos de que la vida social ha de desenvolverse dentro de un cerco de tabúes inmutables. Esa es la característica central de las sociedades cerradas, dice Karl Popper: creer que nuestras costumbres y nuestras reglas son incuestionables. Que recibimos normas para acatarlas y para trasmitirlas, sin cambio alguno, a las generaciones venideras, hasta el fin de los tiempos. De la misma manera que no podríamos alterar el movimiento de los planetas, somos incapaces de modificar nuestras instituciones y nuestras ceremonias. Los voceros de la Iglesia católica y sus promotores en la sociedad civil piden el reencantamiento de la convivencia. Nos invitan a vivir bajo un régimen que no es producto de nuestra deliberación sino de la sumisión a su credo. Lejos de ofrecer razones atendibles, nos conminan a abrazar el tabú. Así lo quiso Dios. Calla.

Hablar de instituciones naturales es como hablar de frutas mecánicas. Toda institución humana es una convención, un pacto, una elección. Una herencia que puede cuidarse, reformarse o desecharse. Aunque no se percaten de ello los dogmáticos, el matrimonio igualitario es una apuesta conservadora: un tónico para rejuvenecer una antiquísima institución.

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Escrito en: Jesús Silva-Herzog

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