Carmen Aristegui, tenaz periodista y piedra en el zapato en el actual régimen, reveló hace unos días una investigación que pone a la luz pública el plagio en que incurrió Enrique Peña Nieto al elaborar su tesis de licenciatura. El entonces aspirante al título de licenciado en derecho por la Universidad Panamericana escribió en el año de 1991 la tesis "El Presidencialismo Mexicano y Álvaro Obregón".
El análisis de los 682 párrafos que consta el texto en su conjunto, revela que 192 de ellos, el 29 por ciento del total, proviene de diversas fuentes que no se cita correctamente o que no se les hace referencia en la bibliografía final del trabajo.
Dicha universidad fijó ya su postura al respecto. Después de hacer una serie de consideraciones procedimentales, históricas y académicas concluye que "se trata de un caso sin precedentes en el que no existen disposiciones en los cuerpos regulatorios aplicables a ese procedimiento de titulación", en síntesis, que se encuentran: "frente a un acto consumado sobre el que es imposible proceder en ningún sentido".
Por su parte, el vocero de la presidencia de México, Eduardo Sánchez, salió a la palestra para intentar minimizar el hecho, afirma que Peña Nieto "cumplió con los requisitos establecidos por la Universidad Panamericana para titularse como abogado".
Y añade en el comunicado escrito con el que hace frente a la grave situación: "Por lo visto errores de estilo como citas sin entrecomillar o falta de referencia a autores que incluyó en la bibliografía son, dos décadas y media después, materia de interés periodístico".
Todos recordamos el primer gran escándalo de esta naturaleza de Enrique Peña Nieto. En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en diciembre de 2011, comete una serie de errores y omisiones cuando se le pregunta por los tres libros que han marcado su vida. El entonces precandidato atribuyó La Silla del Águila de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, además titubeó, inventó, trastabilló al intentar completar la respuesta.
Y de ahí pa'l real. No termina Peña Nieto de salir de un escándalo cuando ya se encuentra en otro.
La situación es mucho más que una serie de anécdotas. Una frase que diversas fuentes electrónicas le atribuyen a un tweet de Javier Malagón lo dice contundentemente: "Es sólo una tesis, una Casa Blanca, un departamento en Miami, 43 estudiantes, una gasolina 47 por ciento más cara, un peso devaluado 30 por ciento, unas reformas que no funcionan, una economía rota, una tasa de desempleo en aumento."
Más allá del daño a la persona, quizá se trate más bien del agotamiento del modelo del modelo presidencial mexicano, aquél surgido como producto de la institucionalización de la revolución mexicana, que se mantuvo a lo largo del siglo pasado, hasta la derrota del PRI en 2000. Proceso inacabado que ahora reclama el ajuste de los pendientes.
Cómo podrían ser otros los niveles de aprobación a la gestión presidencial, cuando de marzo a junio del presente año pasa del 32 al 29 por ciento en su última medición. Qué otros podrían ser esos bajos niveles de aprobación de un presidente de la república encumbrado por la televisión, creado como personaje de telenovela, figura del espectáculo.
La función de árbitro central e institucional del sistema político mexicano que ejercía ineludiblemente el presidente de la república ya no lo es más. El sistema está jugando con nuevas reglas que nunca se han hecho explícitas. Está en cuestión el arreglo institucional sobre el cual funciona el país. Los Duartes, de Veracruz y Chihuahua, son sólo los casos más emblemáticos de la conversión en territorios feudales en que han devenido las entidades federativas.
No hay vacíos de poder, dice la frase al caso, éstos se llenan inmediatamente. Cuál ha de ser el mejor arreglo institucional para el país, es la pregunta que urge responder.
