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Realidad ineludible

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LUIS F. SALAZAR WOOLFOLK

El jueves pasado, El Siglo de Torreón publicó una entrevista con Romane Corfmat, joven francesa que estudia en la Universidad Autónoma de la Laguna, en virtud de un intercambio de alumnos entre instituciones educativas. La estudiante reside con su familia en Lille, ciudad ubicada a dos horas de París, en la que en los últimos días la policía francesa ha realizado operaciones en contra de células del Estado Islámico.

Como es natural, la joven manifiesta su temor por los atentados terroristas recientes y muestra su consternación ante la muerte de seres humanos azotados por la violencia. La universitaria cuestiona la entereza que muestra su propia familia cuando a la distancia le aseguran que seguirán haciendo su vida normal pese al peligro, y concluye la entrevista abrumada por la confusión diciendo: "…no sé que pensar, no soy política, no sé si está bien o está mal la respuesta de Francia, solo sé que nada de esto debe suceder…".

La reacción de Romane es normal en principio sin embargo, la cultura occidental nos hace responsables de pensar con inteligencia para tomar decisiones frente a la realidad y actuar a voluntad en consecuencia, asumiendo nuestra condición de animales políticos visualizada desde Aristóteles. Lo anterior se sustenta en la Ética Cristiana, la Filosofía Griega y el Derecho Romano, a diferencia del Islam que predica: "todo está escrito".

La postura de la joven gala es semejante a la de muchas personas de nuestro entorno, que ante el terrorismo del crimen organizado, las recurrentes crisis económicas o la corrupción imperante, se limitan a manifestar su hartazgo y su desafecto por la política, lo que no aporta solución alguna a los problemas.

Es válido opinar como lo hace la joven Corfmat, respecto a que el terrorismo no debería existir pero existe. La rica diversidad de lo humano deviene negativa en nuestras manos, porque los conflictos surgen por múltiples motivos por diferencias que derivan de elementos culturales o raciales, fronteras geográficas, causas ideológicas o cuestiones religiosas pero en el fondo, se revela una realidad única: La lucha entre el bien y el mal que inicia con el episodio de Caín y Abel y concluye en el Apocalipsis, como corresponde a nuestra naturaleza caída desde el origen del mundo.

Gracias a los principios en los que se sustenta nuestra civilización, la joven francesa goza de libertad y espacio para la crítica, incluso para cuestionar la posición ética de su propio pueblo y del gobierno de su país como ella lo hace. La moral de occidente parte del ejercicio de la libertad y de la responsabilidad personal y nuestros sistemas políticos tienen su base en un pacto social plasmado en constituciones que reconocen derechos fundamentales del individuo humano.

Lo anterior no nos hace perfectos. La historia está llena de ejemplos de crímenes cometidos por hombres de oriente y occidente, judíos, cristianos, musulmanes, ateos o agnósticos, que han ejercido violencia en contra de sus semejantes por ambiciones de poder.

Ningún ser humano se sustrae a esa realidad. La injusta agresión genera el derecho a la legítima defensa como herramienta de justicia y restauración, lo que en la guerra hace difícil percibir la frontera entre el bien y el mal como le ocurre a la joven Romane. El discernir al respecto y asumir en esta lucha el papel de lobo, oveja, pastor o perro guardián, es producto del ejercicio de la libertad y de la conciencia de cada quién, tomando en cuenta que para nuestra civilización no todo está escrito, sino que a cada persona le toca escribir las páginas de la historia que le corresponden.

En el caso de la nación francesa la lucha no es nueva. Para botones de muestra están la gesta de Carlos Martell salvando a Europa de la invasión islámica en la Batalla de Poitiers en el año 732, o el sacrificio de San Luis Rey de Francia, ofrendando su vida en el sitio de Túnez en el año 1270.

Romane y cada uno de nosotros estamos obligados a reflexionar con inteligencia, para encontrar las respuestas que muevan nuestra voluntad para responder frente a una realidad ineludible, una vez que hallamos superado nuestro miedo, nuestra confusión y nuestro hartazgo.

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