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La cadena, no el eslabón

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

El caso Iguala y la casa Higa han vulnerado la posibilidad de la administración de constituirse en gobierno. Ni duda cabe.

Ambos asuntos tuvieron registro justo cuando, tras concretar el marco jurídico de las reformas estructurales, la administración debía dar muestra de gobierno. Sin embargo, la desaparición de los jóvenes normalistas, la revelación de los términos de adquisición de aquel inmueble y, luego, los errores y titubeos cometidos al encarar ambos problemas pusieron contra la pared a la gestión del presidente Enrique Peña Nieto.

No es aventurado afirmar que si en casos anteriores e incluso posteriores, donde se presumiera impunidad o corrupción, el gobierno y los partidos hubieran actuado con rigor y oportunidad aplicando sanciones donde fuere menester hacerlo, el caso Iguala y la casa Higa no habrían alcanzado la dimensión que tienen. No ha sido así y, en tal virtud, esos asuntos se engarzaron en la larga cadena de agravios infringidos al país.

Cerrar los ojos y buscar el remedio en el olvido ha sido la regla -propia de la complicidad- adoptada por el gobierno y los partidos frente a hechos que lastiman a la sociedad y vulneran, en ellos, su autoridad. Por eso, hoy, poco importa la dimensión o la talla del agravio en turno, pesa más un sentimiento: sobre el abuso, vendrá la burla, el engaño o, de plano, la mentira. Eso acrecienta el malestar, la percepción de que impunidad y pusilanimidad son cuento de nunca acabar.

***

El caso Iguala fue y es la gota que evidenció la sangría a la que, durante años, se ha sometido al país con la justificación de combatir al crimen. La violencia y la crueldad criminal son condenables y, ante ellas, el Estado no debe cejar; pero la violencia, la crueldad y el abuso de las fuerzas oficiales ejercidas en nombre de ese combate son sencillamente inaceptables.

A saber cuántas desapariciones forzadas suma la lista negra de la conducta de las fuerzas oficiales, militares y policiales. Se desconoce a ciencia cierta ese número como también el de quienes yacen en las fosas clandestinas que plagan varias regiones del país, pero hay una certeza: la actuación del gobierno y los partidos en los casos conocidos ha sido indolente.

Ante muchas de las matanzas llevadas a cabo por fuerzas oficiales, el proceder del gobierno y los partidos se ha quedado, por decir lo menos, corto. Y quizá porque de la indiferencia y la impunidad se ha hecho costumbre, a raíz del combate al crimen, las muertes que exigían esclarecerse a fondo y puntualmente no tuvieron ese tratamiento. Peor aún, en algunos casos se resolvió encubrirlas o ignorarlas. La consecuencia ha sido terrible. Al derrame de la sangre de los muertos, se agrega el hervor de la sangre de los vivos.

Lo ocurrido en Salvárcar, Allende, San Fernando, Tlatlaya, Iguala, Apatzingán y Tanhuato, hechos de sangre que sacudieron la conciencia nacional, no fue ni ha sido debidamente aclarado por la autoridad y, en más de un caso, la oposición incurrió en complicidad porque, a fin de cuentas, esos acontecimientos salpican al conjunto de la élite política, cuando no involucran directamente a integrantes de ella.

Ahí, quizá, se explica por qué la desaparición de los jóvenes de Ayotzinapa constituye la gota que derrama la sangría. Gota frente a la cual el gobierno y los partidos reaccionan no con el ánimo de aclarar lo ocurrido, sino de controlar el daño que pueda acarrearles.

Ayotzinapa es sólo un eslabón de la cadena de actos de lesa humanidad que la clase política quisiera enterrar... o incinerar.

***

Con la casa Higa ocurre algo semejante. Es la muestra más emblemática de una amplia colección de conductas cuestionables que carecen de la atención debida por parte del gobierno y los partidos. No la recibe porque, en su turno, el panismo y el perredismo no marcaron diferencia sustancial en el ejercicio del poder y el manejo de los recursos públicos, entonces, ni ellos y mucho menos el priismo están en condición de exigirle cuentas al adversario. Lejos de diferenciarse, los partidos se igualaron e hicieron del silencio norma de complicidad ante el abuso.

Si el gobernador de Sonora puede construir y destruir sin permiso ni problema una presa, no asombra que el gobernador con licencia de Guerrero mire sin espanto a los desaparecidos y sin tener que declarar ante el Ministerio Público, como tampoco extraña que el último gobernador priista de Michoacán pueda irse a su casa sin hablar de "La Familia". Si el gobernador de Chiapas puede pintar de verde cuanto edificio público quiera en aras de promover al partido que hasta ahora ampara su ambición, entonces el gobernador de Chihuahua no ve problema en despachar como banquero en el Palacio de Gobierno. Si el hermano del anterior gobernador de Coahuila puede empeñar a su estado, pues por qué el papá del gobernador de Nuevo León o el de Jalisco va a abstenerse de participar en la administración de su respectivo hijo. Y si nada ocurre ante esos abusos, por qué el munícipe de San Blas no va a declarar sin el menor rubor que robó poquito.

Tal cinismo en el ejercicio de la función o el manejo del recurso público convierte el más alto o el más bajo puesto o cargo de representación en oportunidad de enriquecimiento. La clave está en encontrar el modo de obtener el beneficio personal a partir del bien público. Así, se entiende por qué hasta el reloj-checador de la delegación Cuauhtémoc es una mina de oro o por qué la curul o el escaño es asiento de fortuna o por qué el semáforo sirve para dar mordida...

***

Recuperar la posibilidad de convertir la administración en gobierno exige una acción drástica: acabar con el pacto de complicidad en la que participan gobiernos de distintos niveles y partidos. Simular que tal o cual eslabón de la impunidad o la corrupción ha sido desmontado no acaba con la cadena, menos cuando se engarza uno nuevo.

Reponer la confianza en las instituciones y en quienes las encabezan no exige reformar más leyes para incumplirlas, demanda una acción firme: romper la cadena.

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