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Pulvis erit et pulvis reverteris

GILBERTO SERNA

Y se oían los golpes de los martillos hundiéndose en la tapa como un día infame debieron escucharse en el Monte Calvario sujetando manos y pies benditos con los clavos de la perversidad y la incuria. Estaba quieto dentro de su mortaja de madera atento a todos los ruidos que escuchaba provenientes del exterior que de vez en cuando llegaban sofocados, no pudiendo distinguir entre el llanto de mujeres y el murmullo de sus rezos; en vida le gustaba escuchar el silbato de la metalúrgica sin saber por qué, hasta su olfato le llegaba el olor de la cera que ardía a sus costados en cuatro pesados candelabros. Al filo de la medianoche, cuando creyó sentir un frío que le calaba hasta los huesos, sus oídos escucharon espantados los gritos de una reyerta en la que el alcohol bestializaba los sentidos. Unas horas después, casi por la madrugada, aguzó los sentidos al oír lo que le pareció eran gemidos de placer rompiendo el silencio que desde hacía rato reinaba en el ambiente.

Después se quedó absorto pensando en sí mismo. No tenía miedo aun sabiendo que estaba muerto. Había sido un instante en que supo que su cuerpo había dejado de existir. Le parecía que algo insubstancial jalaba de él sin acabar de alejarlo del todo de su envoltura carnal. La vida le había sido un duro peregrinar cubierto de abrojos. Por primera vez desde que tuvo uso de razón le embargaba una infinita alegría que llenaba su corazón colmándolo de una beatífica tranquilidad. La vida de un pobre después de todo no es nada agradable. La suya se había visto rodeada de estrecheces económicas que lo llevaron a vivir en lo que podía llamarse una pocilga, a comer cualquier cosa, siempre la misma cosa y vestir con andrajos.

De repente sintió que se elevaba despegándose del suelo, lo que a pesar de su estado emocional no dejó de producirle un ligero estremecimiento, percatándose que avanzaba al paso lento de cuatro hombres, tan miserables como él lo fue en su vida, que lo conducían, bien lo sabía, a su última morada. Le hubiera gustado que lo enterraran debajo de aquel frondoso árbol de pirul que había visto en el cementerio, pero muy bien que comprendía que ni siquiera en ese lugar las distancias sociales se pierden. Al fin sintió que iba descendiendo el duro catafalco hasta que se posó en un fondo áspero. La tierra empezó a caer a paletadas oyéndose como el chirriar de los frijoles que su abuela dejaba caer en la manteca caliente.

Nunca se preguntó, en su ignorancia, qué hacía en este valle de lágrimas. Su paso por la vida vino a ser como el de una bestia bovina paciendo en la llanura. Nunca se rebeló contra nada ni contra nadie. Pacientemente aceptaba su pobreza como algo que le correspondía por herencia social. En él era natural una bondad que no lo detenía para dar a los demás lo que a él le faltaba. Había cumplido su ciclo vital sin siquiera darse cuenta cuando le llegó la senectud...

En su aspecto no se distinguía de millones de mexicanos que como él vegetan en nuestra patria. Precisamente su tránsito por esta vida sin que los demás le hayamos mostrado la solidaridad que da el cariño a los semejantes, es en lo que radica la importancia de este ilustre desconocido.

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