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Beltrones y Dillon

Miguel Ángel Granados Chapa

Está empezando a circular el libro de Julia Preston y Samuel Dillon titulado El despertar de México, traducción del público en Estados Unidos como Opening México The making of a democracy. Esa obra incorpora los materiales que permitieron al equipo de The New York Times en nuestro país obtener el premio Pulitzer en 1998. Durante cinco años (de 1995 a 2000) Julia Preston, y cuatro Dillon (1996 a 2000) vivieron en México como corresponsales del diario neoyorquino, uno de los de mayor jerarquía profesional en el mundo.

Al retornar a Estados Unidos prepararon esta visión de México, no limitada a los años de su cobertura directa de los hechos, sino con una perspectiva de mayor alcance. Al resultado general de su trabajo me referiré en otra oportunidad. Hago notar por ahora, de entre diversos apuntes personales que cada uno escribe, en una suerte de entrefiletes a lo largo del texto, uno que se refiere al diferendo periodístico y aun que Dillon, uno de los autores, mantuvo con Manlio Fabio Beltrones. El episodio se produjo en 1997, cuando éste era gobernador de Sonora. A diferencia de Jorge Carrillo Olea, a la sazón gobernador de Morelos, también involucrado en esta circunstancia, Beltrones está de nuevo en el escenario político, nada menos que como presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados hasta agosto próximo. El 23 de febrero de aquel año apareció en la primera plana del Times un reporte de Dillon y Craig Pyes en que los dos gobernadores aparecían vinculados al narcotráfico. Su texto, fruto de cuatro meses de investigación que incluyó entrevistas por separado con Beltrones y Carrillo Olea, se originó en un informe preparado en 1994 por agentes de la DEA, pertenecientes al centro de inteligencia de esa agencia en El Paso. Ambos eran señalados en ese documento como protectores de Amado Carrillo Fuentes. Algunos autores de ese informe reconocieron ante Dillon y Pyes “que un buen número de sus juicios sobre la mafia de Carrillo Fuentes y sus patrocinadores políticos procedían de declaraciones de informantes, individuos por definición poco dignos de confianza.

Concluimos, sin embargo, que los autores del informe habían basado sus aseveraciones en un minucioso escrutinio de la información de inteligencia disponible, de manera que no percibimos en ella ningún indicio de venganza personal contra los gobernadores”. Los periodistas entrevistaron a los gobernadores en sus estados, y les leyeron las referencias a ellos en el informe de la DEA “a fin de observar su reacción y evaluar si aquellos cargos eran suficientemente verosímiles para merecer su publicación. Beltrones, político ubicuo y popular que había forjado su trayectoria a la sombra de Fernando Gutiérrez Barrios en la Secretaría de Gobernación, admitió que Carrillo Fuentes había establecido vastas operaciones en Sonora pero insistió en que, como gobernador, él se había empeñado en limitar la influencia del narcotraficante. Nos preguntábamos, sin embargo, por qué se había negado de modo tan tajante a proporcionarnos su declaración patrimonial”.

Los nombres de Beltrones y Carrillo Olea figuraban también en una lista de 17 funcionarios mexicanos sospechosos de corrupción, confeccionada en Washington y hecha llegar al presidente electo Ernesto Zedillo. En esas condiciones Dillon y Pyes publicaron su reportaje, Beltrones reaccionó anunciando “que entablaría contra nosotros un juicio por difamación en Nueva York, pero sus abogados le advirtieron de la limitada posibilidad de persuadir a un tribunal estadounidense de sancionar a periodistas por citar un documento gubernamental”. De modo que el gobernador de Sonora, y también el de Morelos, presentaron denuncia por difamación ante el ministerio público federal. Dillon estima hoy que “si el sistema judicial mexicano hubiera sido más sano... se habría podido averiguar exhaustivamente la supuesta asociación de los gobernadores con el narcotráfico (y) eso nos hubiera obligado a defender la exactitud de nuestra información. Pero nunca hubo nada semejante a una investigación seria, ni sobre los gobernadores ni sobre nosotros”.

Se intentó, en cambio, una negociación política, a cargo de Alejandro Carrillo Castro, responsable de los asuntos migratorios en Gobernación, quien solicitó una retractación. Cuando supo que era imposible satisfacer el pedido, con que los gobernadores retirarían los cargos, el comisionado de migración “se mostró sorprendido y después furioso”.

Dillon concluye en su nota que las autoridades “resolvieron el caso de un modo que dejó ver las graves limitaciones del sistema. En el otoño de 1997, el procurador (Jorge Madrazo Cuellar) emitió un breve comunicado en el que anunciaba que no nos procesaría por difamación y en el que, al mismo tiempo, sostenía que tras haber realizado una investigación había comprobado que no era verdad lo que afirmábamos en nuestro artículo. La segunda parte de ese mensaje era pura retórica puesto que, hasta donde era posible saber públicamente, ninguna autoridad había llevado a cabo ninguna investigación, ni de cualquier otra índole.

“Aunque el propósito de esa salomónica decisión era desagraviar a los acosados gobernadores, en definitiva les hizo... un flaco favor. Si eran culpables de tratar con el crimen organizado, merecían ser investigador y condenados... Pero si, como alegaban, habían sido injustamente ensuciados por funcionarios estadounidenses, merecían una investigación confiable y una exoneración rotunda”.

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