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No olvidar el horror de Stalingrado

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En Occidente no es raro encontrar personas que creen que Estados Unidos fue quien derrotó a la Alemania nazi. Y es lógico que piensen así si sus únicas referencias son las grandes películas de Hollywood sobre el tema, en donde se exaltan casi de forma exclusiva las hazañas del ejército estadounidense y, en menor medida, de las fuerzas armadas británicas. Incluso, bajo esta lógica, se ha llegado a creer que la Batalla de Normandía, entre julio y agosto de 1944, fue el punto de inflexión en la guerra y el inicio de la derrota de los nazis. Pero evidentemente hay una parte de la historia que no se ha contado con igual insistencia, una parte que es más relevante.

Un año y cinco meses antes de la decisiva victoria aliada en las costas francesas, el Ejército Rojo de la Unión Soviética derrotó al temible y hasta entonces invencible Sexto Ejército Alemán en la batalla más sangrienta de la historia: Stalingrado. El viernes 2 de febrero pasado se cumplieron 75 años de este cruento acontecimiento en el que se calcula que perdieron la vida un millón y medio de personas. Para los nazis, el día de la humillación; para los rusos, una fecha heroica. Para la humanidad entera, una ignominia máxima sólo superada por los bombardeos atómicos de Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki dos años después.

En la cúspide de su poder y soberbia, Aldolfo Hitler ordenó en el verano de 1941 la invasión de la Unión Soviética, el país más extenso del mundo. Hasta entonces, los ejércitos nazis eran imbatibles. Con su guerra relámpago, el führer sorprendió a toda Europa al grado de casi llegar a someterla por completo en tan sólo dos años. Sólo el Imperio británico, por su carácter insular, resistía con el apoyo de fuerzas aliadas. Estados Unidos aún no había entrado en la guerra, mientras que el Imperio del Japón, aliado de los nazis, invadía en el Extremo Oriente tanto cuanto sus capacidades militares le permitían. En medio sólo quedaba la URSS, bajo la dictadura de Stalin, quien confiaba en que su país estaba a salvo gracias al pacto de no agresión con Hitler. Pero se equivocó.

La Operación Barbarroja, iniciada en junio de 1941 contra la Unión Soviética, fue de proporciones descomunales: 3.6 millones de efectivos, 3,600 tanques y 2,700 aeronaves; una fuerza armada dividida en tres grupos que abarcaban un frente de más de 2,300 kilómetros. Algo nunca antes visto, pero que evoca la campaña de Napoleón en 1812, en una dimensión infinitamente superior por los nuevos medios de guerra disponibles. El objetivo de la batalla de Stalingrado fue para los nazis hacerse del control de los ricos pozos petrolíferos del Cáucaso. Si hubieran salido victoriosos, la guerra probablemente se hubiera extendido con mayores probabilidades de triunfo para Alemania y el Eje. Pero no había forma de que Hitler ganara esa batalla. Y cometió muchos errores, más que Stalin, aspecto que fue decisivo.

Stalingrado (hoy Volgogrado) se convirtió en un símbolo, no sólo porque la ciudad llevaba el nombre del dictador soviético. Arnaud Blin, en su libro Las batallas que cambiaron la Historia, dice: "…Stalingrado alcanzó el apogeo de la violencia armada absoluta con el ímpetu incalculable de los aparatos militares (…). Esa lucha a muerte entre los ejércitos, los países y las ideologías de dos dictadores omnipotentes y megalómanos logró salvar a Europa del yugo nazi al establecer los primeros pilares de la victoria aliada." Hitler confiaba, demasiado, en conquistar la URSS antes del invierno de 1941. Y en su confianza excesiva, demencial, no equipó a sus ejércitos debidamente para enfrentar las temperaturas congelantes características de Rusia. Y esto, aunado a una serie de fallas tácticas y estratégicas, permitió a los soviéticos resistir más allá de lo que cualquiera esperaba entonces.

Otro fragmento de Blin da una idea clara y estremecedora de esta carnicería: "La batalla se libra barrio por barrio, calle por calle, edificio por edificio, metro por metro (...). Los hombres se enfrentan a la granada, al lanzallamas, al cuchillo y a la bayoneta. Todo, bajo los disparos de la artillería y de los morteros, los bombardeos aéreos, los cócteles Molotov (…). Por doquier, el fuego devora las casas, los inmuebles, las fábricas. A los tanques les cuesta trabajo avanzar en las calles agujereadas y cubiertas de restos humanos. Es el apocalipsis: se lucha con uñas y dientes en las cloacas infectas de peste. Tal vez sea por eso que los alemanes llaman a esta batalla nido de ratas (...)".

La contraofensiva soviética, iniciada en septiembre de 1942, también tiene nombre: Operación Urano. Sus dimensiones hablan de la importancia que tenía para Stalin ganar esta batalla: un millón de soldados, 1,500 tanques T-34 -superiores a los panzers alemanes-, un millar de aviones y al menos 13,000 piezas de artillería. El objetivo era cercar al Sexto Ejército Alemán y aislarlo del resto de las tropas del frente oriental. Al final lo consiguieron y desde entonces no hubo tregua para los nazis que, presionados por su líder, no tenían permitido rendirse.

"La noche se convirtió en un día infernal por el constante flamear de los cañones, las llamas de las bombas incendiarias y las fogatas siniestras de los edificios destruyéndose por tremendas conflagraciones (...). En ningún campo de batalla de las guerras pasadas se ha registrado una lucha con las proporciones de la que se libra en Stalingrado". Es la narración de Eddy Gilmore, corresponsal de la agencia AP, en una nota publicada por El Siglo de Torreón el 20 de septiembre de 1942 bajo el sugerente título "Los nazis desalojados de Stalingrado".

Volvió a llegar el invierno y con él nuevos refuerzos soviéticos. De la peor manera, los nazis conocieron en esos meses las bases de la fortaleza rusa: su pueblo y la hostilidad de su geografía. Ambos terminaron por aniquilarlos, aunque con un enorme sacrificio para los rusos. La participación de la mujer soviética fue determinante. Ellas se hicieron cargo de las labores productivas mientras los hombres guerreaban. Ellas abastecieron al Ejército Rojo de los pertrechos y cuando fue necesario, se movilizaron al frente de batalla. Los nazis, que en diciembre de 1941 habían estado a tan sólo 15 kilómetros de Moscú, fueron aplastados en Stalingrado en febrero de 1943. Seis meses después volverían a caer en la impresionante Batalla de Kursk. Tras sendas victorias, ya nada frenó a los soviéticos en su marcha hacia Berlín que fue rendida en mayo de 1945.

Aquel mundo convulso tiene algo en común con el nuestro. La potencia hegemónica, el Imperio británico, contaba con fuertes competidores que habían logrado igualar, y a veces rebasar, su poder militar y económico. Alemania era uno de ellos, que, gobernada bajo un régimen totalitario y expansionista, llevó al mundo a la conflagración más terrible que jamás se haya visto. Hoy los tambores de guerra han comenzado a sonar por la nueva doctrina estadounidense instaurada por Donald Trump, quien ve en China y Rusia a las nuevas potencias rivales de la decadente hegemonía norteamericana. Mientras la República Popular China está por superar a los Estados Unidos en poder económico y tecnológico, la Federación de Rusia ha puesto a sus ejércitos a la altura de la gran potencia americana.

Es por ello que resulta pertinente no olvidar lo ocurrido en Stalingrado y, en general, en la Segunda Guerra Mundial. Porque no olvidar es una forma de resistir a la belicosidad de estos nuevos tiempos, y recordar que entonces, como ahora, una característica fundamental de los dictadores, según el escritor italiano Curzio Malaparte, es que se dejan llevar más por sus pasiones que por sus ideas. Y las pasiones en política pueden conducir a grandes desastres.

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