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La tragedia del corto plazo

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

En la entrega pasada comentamos en este espacio lo tóxico que resulta para la cosa pública la política de blanco y negro y sus ejemplos en el ámbito regional. Toca hoy observar otro fenómeno que impide, quizá con mayor profundidad, la solución de problemas crónicos de nuestra sociedad. En la Introducción de su Manifiesto por la Historia, la profesora Jo Guldi y el historiador David Armitage exponen con claridad la sintomatología de la enfermedad social de nuestro tiempo: el cortoplacismo. Aunque su abordaje en el libro es desde una perspectiva histórica, no excluyen en su análisis el impacto que tiene la visión de corto plazo en la política, economía y, en general, en todos los aspectos que tocan a nuestra civilización y su crisis. Pero pongamos el foco hoy en lo que toca a la política.

"En la era de la campaña permanente -escriben Guldi y Armitage-, los políticos no planifican más allá de su próxima apuesta electoral. En los discursos públicos invocan a hijos y nietos, pero lo que determina la prioridad relativa de las cuestiones son los ciclos electorales, de entre dos y siete años. El resultado de ello es menos dinero para infraestructuras y escuelas que se desmoronan y más para cualquier iniciativa que prometa puestos de trabajo inmediatos". Si observamos detenidamente lo que ocurre en la Comarca Lagunera, encontraremos un buen número de ejemplos de cómo el cortoplacismo domina actualmente la toma de decisiones de los gobiernos federal, estatal y municipal. Revisemos aquí sólo cuatro: seguridad pública, combate a la pobreza, desarrollo económico y planeación urbana.

Se ha convertido en una obsesión de las autoridades el manejo y la exposición de los índices delictivos, al grado que, como han evidenciado organizaciones civiles, no se tiene reparo en manipular las cifras para hacer parecer que la situación es mucho menos grave de lo que en verdad es, o que hoy se atraviesa por un mejor momento que hace tres o cuatro años. Pero el problema con esta visión no sólo está en el manoseo de los datos, sino sobre todo en lo que se excluye de la estrategia de seguridad pública. La obsesión por "dar buenos resultados", entendiendo como buenos resultados las cifras que se reportan en reuniones o plataformas, deja de lado el aspecto central de lo que debe ser una política pública de seguridad, a saber: la construcción de modelos de convivencia que permitan construir una paz social duradera lejos de las apariencias momentáneas que sólo sirven para alimentar discursos maniqueos y electoreros. Al final, la estrategia queda constreñida, en el mejor de los casos, al robustecimiento del monopolio de la violencia del Estado y su capacidad de reacción hacia la comisión de delitos, como si esto fuera suficiente para la tranquilidad de una comunidad.

Algo parecido ocurre con el supuesto combate a la pobreza. Junto con la seguridad, el desarrollo social es uno de los rubros del presupuesto público que más recursos consume, pero así como es fácil identificar los enormes números de gasto lo es también a la hora de constatar su ineficiencia. Los programas desarrollados por los tres niveles de gobierno poco o nada han contribuido a disminuir la pobreza y esto es porque, tal y como organismos nacionales e internacionales -incluso la ONU- han señalado, dichos programas son de corte asistencial, temporal y con un fuerte componente de manejo clientelar con objetivos enanos como ganar una elección. La mayoría de esos programas, por no decir todos, no están estructurados para facilitar al beneficiario su incorporación a la vida productiva, es decir, propiciar su independencia, sino por el contrario, mantenerlo atado a la pobreza y la promesa del partido/gobierno de cierto apoyo en especie o dinero. Es decir, volverlo incluso más dependiente.

Es por ello que la mayor cantidad de recursos de desarrollo social se invierte en población en edad productiva, conformada por gente que en teoría debería estar generando riqueza para sí y para el país, pero que no tiene los medios para hacerlo, además de que se trata de personas en edad de votar, altamente susceptible de convertirse en la clientela del partido/gobierno. Una visión a largo plazo centraría los recursos en la población infantil y adolescente para que ésta se desarrolle con la salud, alimentación y educación suficientes para que al llegar a la edad productiva tengan la posibilidad de ser independientes en términos económicos.

La misma obsesión por el dato que se tiene con la seguridad se puede ver en el tema del desarrollo económico. Los gobiernos tienden a priorizar sólo dos cifras: la inversión y el empleo. Es decir, cuánto dinero llega a la región y cuántos puestos de trabajo se abren. En el cortoplacismo de las autoridades poco o nada importan otros factores, como la calidad del empleo, el salario, la seguridad de la inversión, el impacto en la comunidad y la afectación hacia el medio ambiente. Lo vimos con el modelo maquilador de capital golondrino y lo vemos ahora con un modelo de sobreexplotación de recursos naturales como el agua o con la intención del gobierno de Coahuila de extraer hidrocarburos con una técnica altamente cuestionada por ambientalistas. La idea que domina entre los políticos que ocupan un cargo o aspiran a ocuparlo es traer inversión y crear empleos, o sea, cifras para presumir a cualquier costo y sin importar otros aspectos como la durabilidad, sostenibilidad, calidad de vida y repercusión en la ciudad y su entorno natural.

Quizá sea en el crecimiento urbano en el que más fácilmente podamos detectar los efectos del cortoplacismo. La otrora ciudad bien planeada de la primera mitad del siglo XX ha dado paso a inicios del siglo XXI a una urbe dispersa, fragmentada, muchas veces inconexa, con servicios públicos deficientes y muy costosos dada la escasa concentración poblacional. Y esto es producto de una mala gestión gubernamental a la hora de construir los planes de desarrollo urbano y velar por su cumplimiento, a la par de una alta especulación en el manejo de las reservas territoriales por parte de una iniciativa privada que ha privilegiado la ganancia económica inmediata por encima de un modelo viable de ciudad. Porque la visión de corto plazo no sólo no es exclusiva de los gobiernos, sino que incluso encuentra su origen en los dueños del capital, quienes hoy, guiados por las tendencias internacionales, anteponen la obtención fácil de utilidad a la gestión de negocios más rentables en el largo plazo. En medio de la cortedad de miras de ambos actores, políticos y empresariales, está la corrupción, que es la hija pródiga del cortoplacismo.

Y precisamente ahora que se discute la creación de un sistema estatal anticorrupción en Coahuila, sale a relucir una visión de corto plazo por parte de las autoridades que no sólo han hecho a un lado las propuestas de la sociedad civil, sino que además demuestran que lo único que les interesa es cumplir con un calendario y generar los mecanismos que les garanticen impunidad en los gobiernos venideros y con ello perpetuar la corrupción. Nuevamente es la ciudadanía organizada -incluso las universidades, como proponen Guldi y Armitage- la que debe impulsar la visión de largo plazo en la toma de decisiones de la vida pública para romper así el ciclo trágico del corto plazo al que los políticos de ahora nos tienen condenados como sociedad.

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