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Cobardía

Alfonso Villalva P.

Cobardía

Alfonso Villalva P.

Dio vuelta sobre sus talones de manera definitiva.  Bajo la falda aún temblaban sus rodillas blancas que delataban miedo, emociones encontradas; pero los lazos blancos del atavismo -que la sujetaban por encima de la ropa-, superaron en fuerza al más radical sentimiento que brotaba de su piel.  No se atrevió siquiera a admitir la efervescencia en su pecho. No se atrevió tampoco a acortar la distancia. Sin embargo, a pesar del esfuerzo para ejercer el autocontrol que su madre y su tía Etelvina le habían enseñado esmeradamente a perfeccionar, sus hermosos ojos azul acero la delataron: las entrañas se fundían en el crisol de la pasión reprimida.

Demasiadas limitaciones para permitirse sentir.  Demasiados perjuicios, advertencias de su madre, de su padre, de su abuela. Demasiados miedos infiltrados en su corazón durante todos sus años de infancia, adolescencia. Tanto que cuidar: la reputación de su padre, el buen nombre de la familia de su madre, la boca de las amistades familiares que ante un desliz no se detendría para cambiar la alabanza ficticia cotidiana por veneno puro que verterían en todos los círculos sociales a los que pertenecía su familia, a los que debían -según repetía su madre- su prestigio.

Nunca lo debía permitir, y con menor razón saliendo apenas de misa, en domingo, cuando la pureza de los sentimientos que sus padres decían poseer, comenzaba a desplegarse. La noche anterior, durante la cena, toda su familia se lo repitió: ella requería un novio formal que le hiciese visitas domiciliarias de seis a ocho, y que le acompañara a misa de diez los domingos.  Un novio con futuro, principios afines a su familia. Un novio que se adaptase, que nunca tuviese ideas divergentes; un hombre manejable que pudiera encajar adecuadamente en la trama familiar que había tejido su abuela; que había mantenido su madre cuando eligió a su padre como marido; qué no se atrevió a romper Etelvina, a pesar de haber pagado como precio una soltería progresivamente amarga.

Era domingo de comida familiar, un evento en que formalmente debía sentir cosas bonitas, reír de los chistes de papá y emocionarse con las sosas historias que habían protagonizado mamá y Etelvina en la escuela de monjas en la que terminaron Secundaria con clase de bordado y destrezas culinarias. Era una mañana de domingo de misa, y a diferencia de lo que se ponía debía sentir, ella la percibía fría, inhóspita, vacía.  Sintió una soledad inmensa por dentro, y la impotencia -la furia-, de supeditar sus sentimientos a los límites atávicos.

Sus ojos azul acero volvieron a fijarse en los de él, sabía que no era necesario hablarle para confirmar que estaba loca y mágicamente enamorada.  Le había visto decenas de veces, precisamente fuera de misa, bajo un árbol, con sus libros de poesía y literatura irreverente bajo el brazo, observándola en su cortejo visual, retando su cobardía. Su simple mirada la sofocaba, le producía opresión del diafragma en los pulmones.  Ella hubiera podido correr y entregarse a su brazos, a su aliento, a la fuerza que él proyectaba, a su evidente decisión de vivir en plenitud, haciendo lo que le parecía enriquecedor para el alma –y para el cuerpo-, no como papá, que hacía sólo lo que no provocara sospechas, y sobre todo, lo que agradara a mamá, siempre cediendo, siempre obedeciendo, toda la vida regañado y reprendido por una esposa que sí tenía un par, no como él –qué decepción-, eternamente escudado en la palabra prudencia, en la facilidad cobarde de no decir esta boca es mía, señora, y todos a jodernos, pensó, y automáticamente se censuró e hizo una nota mental para explicarle a su confesor el pecado que había cometido.  Por dios, las palabras inéditas venían a su mente de igual manera que sus nuevas emociones.

Pero ese día era el peor, ¡para qué diablos le habría entregado él –una semana antes-, esa tarjeta en la que le propuso huir hacia otros horizontes, en busca de aventura, de fortuna, a dedicarse a sentir, querer, vivir y reír, a asumir la vida como un reto de pasión, valor y neuronas! Durante siete días ella no durmió. ¿Cómo se atrevía? ni siquiera les habían presentado formalmente, ni siquiera sabía su nombre.  Pero el volcán ya hacía erupción por primera vez, de manera irreversible, y ella, se sorprendía de la capacidad animal de un desconocido para desatar sentimientos, sin abrir la boca, con el simple salvajismo de una mirada, y una apariencia sencilla de hombre de acción, copas, guitarra y pelo revuelto.

Ciertamente ese era el peor día de su existencia, porque su cultura familiar estándar estaba en jaque por una voluptuosidad insufrible, por una sensualidad -mezclada con vergüenza- que le obligaba a sentirse, a notar su cuerpo, sus formas, en la sencillez de dar unos pasos, en el ardor de su mirada -la de él- clavada en su espalda con descaro encantador.

Mientras se alejaba dejando atrás la pasión, cerró los ojos azules, hermosos, que desprendieron una lágrima salada. Cerró también los puños, subió al auto de su padre, lo miró a él por última vez, luego a su madre y a Etelvina, y se resignó a desperdiciar su belleza, su cuerpo, su sensualidad, en un noviete aburrido y convencional que la visitaría de seis a ocho, le regalaría claveles en su santo, tendría un puesto estable y razonable en alguna compañía multinacional, le entregaría cheque quincenal y vales de despensa, y le haría el amor una vez al mes –como lo hace las parejas decentes, como lo hacen quienes se entregan a la podredumbre de lo cotidiano-. Contuvo un suspiro y comprendió que ya estaría irremediablemente al margen de la vida real, la que se siente en la piel, las sienes y el corazón; comprendió que usaría la salida falsa como su padre, su madre, Etelvina, y la madre que los parió a todos; comprendió, en fin, que se arrepentiría siempre, porque los amores cobardes se van, simple, a la mierda. Y así, un domingo de misa, sacrificó el delirio, la pasión, la magia, los sueños, a cambio de la seguridad que brinda la hipocresía familiar; renunció esa mañana a convertirse en mujer de bandera, a cambio de la normalidad de la comida los domingos y un marido bendecido por el canon social y la mitra, un cónyuge estándar, gris, insípido, roncando en su lecho. Total, ese era el futuro que merecía, porque a fin de cuentas, los amores cobardes nunca pasan a la historia.

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