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El 5-C

Alfonso Villalva P.

El 5-C

Alfonso Villalva P.

No sé si para ustedes suena igualmente irónico cuando la azafata -o el mismísimo comandante al mando de la nave que nos transporta cual mercancía no perecedera de un sitio a otro en el espacio aéreo de nuestro terruño o de la consabida aldea global-, nos desea, con voz meliflua y sospechosamente socarrona: que disfruten su vuelo…

Suena a que uno se levantó de buen humor, sonriente, con los pendientes resueltos; se vio al espejo y espetó ante esa cara que aparece allí cuando nos asomamos a él: ¿y por qué no volar hoy? como actividad lúdica, deportiva, vaya, de ocio pues.

Hasta ahora no he conocido a nadie que se monte en un Boeing, Airbus o Embrear, de cualquier tamaño o proporción, por el puritito gusto de ser levantado del suelo, muy a pesar de la fuerza gravitacional, y se apasione con ese rumorcito a turbina General Electric o Rolls Royce. No sé de nadie que disfrute las palabras mágicas de “dos en la parte posterior, dos en las alas y dos al frente”, o que tenga espasmos de placer por saber que en caso de un cambio repentino de altitud ciertas mascarillas caerán del techo de la aeronave.

Es difícil pensar que alguien en su sano juicio decida dedicar una hora, tres, ocho o hasta quince -ahora hay un nuevo vuelo de 18-, enfrascado en una cabina repleta de microorganismos que pululan precisamente en donde uno, de manera casi antinatural, toma posturas inenarrables asimiladas a una imagen fetal de una ruina faraónica en el Egipto austral, para echar un coyotito y babear indiscriminadamente, precisamente donde los cientos de miles de los pasajeros que anteriormente han ocupado el mismo sitio, han babeado, así, a toda leche, y sin afrenta que narrar.

Y usted dirá que no, pues en los puestos callejeros de garnachas y tacos se adquiere una muestra más rica y variada de patógenos y protozoarios, pero eso de tomar consciencia de pronto, puede resultar un gran pasatiempo para todo el vuelo que garantice también mantener los niveles de ansiedad y estrés disasociados con las fiestas decembrinas.

En esas cavilaciones estaba mientras sufría la lluvia interminable de saliva y bacterias que provenían de la señora que, formada tras de mí en el gusano de acceso al avión, comentaba a su acompañante, con absoluto desparpajo y un grado de impunidad que estoy seguro debe estar regulada en algún código, que ya había sido internada dos veces por esa tos que no se le quitaba, pero que escapó del médico ese día solamente para tomar aquel París - México que anunciaba ser pavoroso para el arriba firmante así como para el resto de los terrícolas que respiraríamos al unísono el mal de la señora por casi diez horas continuas. Me parecía algo así como un atentado bacteriológico fácilmente tipificable por algunos de nuestros legisladores que bien comiditos y justamente remunerados, andan en busca de fenómenos humanos que incluir en sus iniciativas.

Pensé que estaba salvado pues después de tomar posesión de mi morada temporal para el traslado, ubicada en pasillo 5-C, pude ver con alivio como la prófuga del hospital de especialidades respiratorias avanzaba tose que tose, así, con tonos de tuberculosis, hasta los confines de las filas veintitantos.

Que disfruten su vuelo… Mecánicamente seguía contando los minutos del retraso del vuelo que ya arañaban la hora. Bultos, maletas sobredimensionadas, cajas amarradas con mecate. Hay que estar a las vivas, chaval -me dije-, porque uno de estos te saca un ojo. Las azafatas impacientes, ya para no discutir, dejan a los pasajeros hacer básicamente lo que les salga del hígado, con tal de que no tengan que poner en riesgo los extremos de su tocado, rematado por un chongo de bolillo y su manicure poli cromático que también brilla en la oscuridad.

Fuimos recordados una vez más de las salidas de emergencia, de que el chaleco salvavidas podría no funcionar en el inflado automático pero que le dejaban a nuestros pulmones la responsabilidad de inyectar el aire suficiente para flotar en caso de un acuatizaje y salvar nuestras vidas. Con modernidad, se proyectaban las instrucciones mientras las azafatas reafirmaban el mensaje dramatizándolas, dando muestra de sus habilidades histriónicas, también. Que disfruten su vuelo… Motivado por el hábito que generan muchas más horas de vuelo de las que cualquier cardiólogo sensato pudiera recomendar, estiré las piernas resignado ya al ritual aeroespacial.

El segundo sacudimiento fue el que me hizo comprenderlo todo. Mi realidad durante diez horas no sería mía, ni en ideas, ni en algo asemejado a la paz. La señora del 6-A decidió que, después del despegue, sus cuatro hijas podían arremolinarse en el espacio que existe entre el 6 A, B y C y el respaldo de la fila 5. Si donde come uno comen dos, pues por qué no hacinarlas a ellas cuyas edades calculé estaban entre los 10 y los 2 años, así, en escalerita.

Yo creo que ni el fabricante del avión hubiese calculado que en ese pequeño espacio se podía jugar a las traes, a las escondidillas y las manitas calientes por cuatro niñas sonrientes pero latosas y cuya madre se replanaba en un acto contemplativo de la programación del sistema de entretenimiento aéreo, algo así como si estuviera en trance metafísico.

El intento de diálogo conciliador en nombre del derecho natural y de las convenciones internacionales quedó acallado por el nulo caso que las niñas hacían a la presunta madre, la indolencia de la azafata que estaba más interesada en seguir “texteando”, la indiferencia de la señora a quien le importaba un pimiento que sus hijas irrumpieran en la paz y el espacio personal de los demás en la medida en que eso las tuviese ocupadas para no importunarle a ella esa maravillosa contemplación, e idolatría a la televisión, y con mayor razón, cesó cualquier intento de diálogo cuando fui testigo involuntario de la hostil manera de la señora para proferir insultos a las niñas en un supuesto intento para enderezar su conducta.

Muy callado ya, en el 5-C, decidí que era mejor permanecer diez horas en una especie de epicentro que golpeaba, pateaba y jalaba mi respaldo, que ser yo la causa de otra andanada de insultos a las niñas por parte de una madre que muy sonriente, al llegar a la Ciudad de México, dedicó todo el trayecto de la pista de aterrizaje a la puerta de llegada, a polvearse las narices, embarrarse carmín en la boca y verificar con un espejo de mano todos los detalles de su muy cuestionable “look”, haciendo patente el verdadero sitio de su vocación maternal.

Imagino que si hubiesen tenido oportunidad las azafatas y el comandante nos hubieran dicho así, sin más: qué bueno que han disfrutado su vuelo…

Twitter: @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

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