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Azul metálico

Alfonso Villalva P.

Azul metálico

Alfonso Villalva P.

Inmundicia, es un concepto cuyo significado se ha vuelto excesivamente trivial. El abuso que en el lenguaje coloquial cometemos, en perjuicio de los significados unívocos, a menudo nos hace dudar, sudar, para intentar describir una situación, una circunstancia. Inmundicia, por tanto, no sea la palabra políticamente adecuada para describir, con objetividad, la circunstancia de un desgraciado –alguien que ha perdido la gracia, la suerte, la vertical-.

Por esa razón, quizá, vacilando en encontrar la palabra adecuada –que seguramente tendría relación con la inmundicia-, mantuve la mirada fija en él, por un tiempo que excedía lo prudente, para no entrometerme en la intimidad de su pequeño mundo que delimitaban, al norte, la prolongación del Boulevard Puerto Aéreo, al este, una pequeña calle pavimentada, al poniente la barrera de seguridad de una rampa de acceso al boulevard de marras, y al sur, una maraña de cartones, ropas viejas, artículos de plástico y cientos de artículos reciclables arrumbados a manera de montículo.

Él era un tipo alto y delgado. Su mirada, aunque oscilante, estaba perdida en una realidad muy distinta a la del resto de los mortales que, a pie, o en coche, pasaban a su lado sin advertir siquiera su presencia. La mirada resaltaba más dentro de los caracteres de su rostro, debido al color azul acero que relampagueaba en contraste con las manchas de tizne que cubrían frente, pómulos, nariz y boca. Los bigotes entrecanos y amarillos.

Es muy difícil especular sobre la historia de un hombre cuya vida le ha llevado a establecer su morada en un rincón de vialidad de una ciudad caótica y vertiginosa. Le confieso que por mi mente pasaron historias de desempleo, alcoholismo, paternidad responsable, adicciones diversas, trata, enfermedades terminales, males de amores, depresiones varias y muerte omnipresente.

Tener como sitio de destino un cuarto de cartón protegido por el concreto y el asfalto de una avenida cuyo tránsito de vehículos parece nunca acabar, me parece que implica ser parte de la fotografía del desconcierto social, de la negación de nuestra presuntuosa forma de llamar civilización a esta porción de mundo occidental que nos toca habitar.

Me parece que es parte de una fotografía en color sepia que se desdibuja a medida que pasamos junto a personas como él cuyo hogar es la evasión de una realidad que, cuando fue, cuando existió, solamente sirvió para convertir en un trozo de mierda la existencia de un hombre común, de carne, huesos y debilidades, así de común como Usted, así de común como yo.

Sus manos parecían temblar mientras sostenía un ánfora de ron y la empinaban en su garganta con una avidez descomunal. Sus manos acusaban la desnutrición propia de las circunstancias y el efecto inclemente del exceso de rones sintéticos circulando por sus venas. De pronto, se desplomó. Pensé que allí había palmado. Pero rápidamente comprendí que solamente había procedido a tomar asiento en el hueco especialmente preparado para dar cabida a su humanidad.

Ya me iba, cuando de reojo detecté algo que salía totalmente de contexto. Sí. Efectivamente, lo que pude ver, era un pequeño marco de madera con un diminuto moño negro en la esquina superior derecha. Sí. Era el rostro de una niña rubia, de ojos azul metálico que relampagueaban en contraste con una tez bronceada.

Y entonces comprendí todo. Y quise saludarle, es decir, quitarme el sombrero. Inmundicia, ni que leches. Comprendí el tamaño de su amor paternal vertido al vacío por una muerte probablemente inesperada, seguramente inoportuna. Y me quité de encima los prejuicios civilizantes que portamos ahora en nuestro código genético, muy moderno, muy actual; y me pregunté cuál puede ser el desencadenamiento de una vida perdida, el ingreso a las filas de los olvidados; y de la vida de un padre que pierde lo que más puede llegar a doler.

No sé. Puede Usted creer que abandonarse y llegar a esos extremos de convertirse en lo que diletantemente llamamos vagabundo, sea un signo de debilidad. No sé. Puede ser muy criticable desde una mesa de análisis repleta de gente que sí se ha bañado con jabón perfumado. Puede ser cualquier cosa, pero de lo que, si estoy seguro, es de que, para mantenerse vivo con un retrato lacerante en una casa de cartón inundada de basura, hay que tenerlos así, cuadraos...

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