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A rajatabla

Alfonso Villalva P.

A rajatabla

Alfonso Villalva P.

Te quisiera ver a los ojos; sostener tu mirada y comunicarte a través de mis pupilas que siempre te he amado, con toda el alma. Quisiera fijar mis ojos en los tuyos en este instante, ahora cuando siento como si los sentimientos se volvieran un espasmo en el pecho que comprime, dificulta respirar.

Te quisiera ver así, con profundidad, en este momento de calma nocturna, cuando ya no hay llamadas en el celular, cuando la gente se guarece en sus casas del secuestro, el asalto, el fracaso, la quiebra, el desamor. Cuando se acaba el ajetreo en tu derredor.

Pero ya te ha vencido un sueño pacífico y profundo. Tu respiración pausada. Puedo contemplar tu abdomen que sube, y que baja, al ritmo que marcan tus pulmones, igual que cuando eras apenas un bebé, cuando tu pancita suave y simpática sobresalía en tu contorno acurrucado en el regazo de tu madre, o con tu pequeño oso de peluche -tan sucio de veras-, pero tan lleno de significación en tu brazo izquierdo bien apretado al pecho.

Ahora mismo me viene a la mente una tormenta de recuerdos conmovedores. Parece una especie de película que se proyecta vertiginosamente, que salta desde el día de tu ingreso a la primaria, en que tanto lloraste, a la mañana en la que me despertaste emocionada con tu ficha de admisión a la carrera de arquitectura, tu sueño dorado. Y recuerdo también cuando te llevamos tu madre y yo al tormentoso recorrido por el centro histórico, guiado por ese maestro de la UNAM que, me parece, mencionó mil veces las palabras capitel, pilastra, atrio y espadaña. Puedo ver tus ojos de asombro ante el barroco tardío, el neoclásico.

Y recuerdo nuestras noches de cuento, en las que yo te leía cualquier cosa, y tu pegabas tu mirada en mi rostro, mientras acariciabas mi antebrazo y me decías que yo era el mejor padre del mundo. De aquellas noches en las que te asaltó una maldita pesadilla, y llegaste corriendo junto a mi cama, con llantos inconsolables y con miedos inescrutables a dragones, perros bravos, monstruos y cualquier otra cosa ominosa, y te abracé, hasta que te quedaste dormida otra vez, con esa paz tan tuya, tan sobrecogedora, tan natural a una hija.

Y también recuerdo tu admiración hacia mí, tu orgullo de ser mi hija, de llevar mi apellido. Tus desplantes ante amigos, compañeros y familiares, en los que, ante la duda o el debate, me citabas como fuente definitiva de conocimiento y sabiduría, como autoridad moral de rectitud, responsabilidad y buenas maneras. Toda esa actitud en franco contraste con tus formas cariñosas, con tu deseo de darme compañía, con tus besos, con las noches en las que me esperabas regresar de la oficina, simplemente para no dormirte sin saludarme, sin verme.

Y no sabes cuánto aprendí a querer tu frescura, la pureza de tu espíritu, tus ganas de vivir. Sí, y es precisamente allí, dónde me vuelvo a atorar, a preguntarme en qué momento de esta vida que hemos compartido tu y yo por diecinueve años, en qué momento, decía, la estupidez extrema e inexcusable se apoderó de mí, de mis ideas, de mis deberes. En qué momento me convertí en un guiñapo, rehén de la ignorancia y la cobardía.

No sé cuándo, pero sí sé qué sucedió, y me ubiqué en la comodidad timorata de seguir haciendo como que tú eras niña por siempre, negando tu evolución, tu naturaleza, tu sexualidad. Al fin, siempre dije que sería una plática de mujeres, con tu madre, desde luego, y tocar el tema de la menstruación, las toallas sanitarias y tal. La lívido ¡por Belcebú! ¡nunca eso! ya sabes, lo normal en los padres mediocres y machistas de por acá; uno se la reserva para sí mismo, para los amigos con los que se bromea, con los que se carcajea uno de chistes sexuales, tan ajenos a nuestra realidad precisamente cuando se trata de nuestras hijas, esas personas extrañas a las que nuestra cultura priva de los instintos más básicos, más naturales a la humanidad.

Las hijas, esas personas a las que excluimos en el mundo de los derechos a sentir, a amar, a ser felices de forma integral. A quienes marginamos con la falsa intención de nuestra moral abyecta. Y sí, fue más cómodo así, lo confieso, y seguiste siendo niña para siempre, y seguí teniendo ese cuestionable gusto de seguirte viendo pura –según pregonamos, como si la pureza radicara en la insensibilidad-, juguetona, pequeña, qué va.

Y ya ves, no sabes cuánto me arrepiento, no sabes cómo me atormento mientras te veo ahora respirando con tranquilidad, en ese sueño pacífico que solamente deriva de un respirador artificial, que solo se observa en una hija, en cualquier circunstancia o situación, incluso en la tuya, en esta sala de fase terminal en la que te consumes como pajarito segundo a segundo, ya desprovista por completo de sistema inmunológico, mientras esperas con paciencia que transcurran tus últimos días, mientras afrontas tu final con valor, ese valor que no tuvo el cobarde de tu padre para pronunciar siquiera la palabra condón, para hablar del tema, para proporcionar datos precisos, científicos, para poner un puñado de estadísticas en tus manos y ayudarte a decidir, sin miramientos, sin eufemismos.

Y claro, puedo seguir siendo un imbécil y culpar a quien quiera que se haya convertido en tu pareja sexual, o puedo culpar a la sociedad decadente en la que vivimos, al gobierno, a Dios… ¡Sí! ¡Sí que puedo hacerlo! Pero tú y yo lo sabemos, y no nos podemos engañar: para ser hombre, muy hombre, debo confesar mi inexcusable cobardía disfrazada de atavismos, machismo, oscurantismo. Mi cobardía que se convirtió en tu cadalso, en tu lecho de muerte. Mi cobardía que me hizo rehusar la oferta a respetarte como ser humano, cancelando tu derecho a sentir, a vivir, arrumbándote como cosa por tu cualidad de mujer, aventándote a una muerte temprana e inoportuna que canceló también, a rajatabla, todos los sueños que alguna vez quisiste cumplir.

Twitter @avillalva_

Facebook: Alfonso Villalva P.

 

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