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Destino Inevitable

Alfonso Villalva P.

Destino Inevitable

 Alfonso Villalva P.

Mientras el taxi recorría el camino a la comandancia, a través de la cortina espesa de lluvia tropical, Mirna mantenía la mirada fija en las calles que parecían interminables. Aunque había prevenido al chofer de la urgencia, a ella le parecía que el vehículo se desplazaba con una lentitud inaguantable. Cerró los ojos, paladeó la sal del sudor en sus labios, y se pasó la palma de la mano izquierda por el rostro, en un intento de aliviar la tensión, despejarse; en un gesto que revelaba su angustia.

Todo comenzó con la llamada de la Cuija, esa novia de Héctor con arete en la punta de la lengua que nunca le había gustado para su hijo. Después, a esperar, sin saber a dónde ir, en qué lugar buscar. Durante la espera, Mirna seguía lavando ropa en el tambo improvisado como lavadero. Tenía ya cuarenta minutos con la misma camisa. Tallaba y tallaba de manera mecánica, como en una especie de trance, absorta en un movimiento cadencioso que le permitía mantener la mente en blanco, refugiarse del horror que sentía, del dolor que le oprimía el pecho.

Habían pasado tan sólo dos horas desde que la Cuija le llamó, pero parecía toda una eternidad. Juan se levantó del catre y le indicó con un gesto de la barbilla que salía por cigarros. Ella, simplemente cerró los párpados, lentamente, haciéndole entender que se hacía cargo.

Tendió la camisa, tallada largamente, en el mecate que atravesaba el cuarto, secó las manos en el delantal, y se dirigió con pasos apresurados con doña Mirta, la única vecina que tenía teléfono y tomaba recados por dos pesos. Mirna fue informada que había llamado el comandante Martínez, marcó el número indicado y escuchó estoica que su hijo había salido de la clínica y ya estaba en la comandancia; que si querían podían pasar a verle, a llevarle cigarros o hasta frutas, eso sí se caían con la cooperación, si no, que ni se presentaran. Total, Héctor ya no salía por lo menos en diez años.

Mirna respondió –con esa firmeza que solamente puede contenerse en la voz de una madre- que su hijo era inocente, y que la cooperación se la entregaría al llegar, puntual y completamente, eso no sería inconveniente. Colgó el teléfono y permaneció inmóvil por unos instantes, suficientes para que una lágrima rodara por sus mejillas pálidas. De inmediato se incorporó, y acordó rápidamente los términos del préstamo con doña Mirta.

El taxi paró, le entregó un billete al chofer, y descendió rápidamente. La comandancia era un lugar lúgubre, húmedo, maloliente. El calor era insoportable y solamente se escuchaban quejidos. La mayor parte de los detenidos eran ilegales que habían bajado a pedradas de los furgones del ferrocarril, o que habían sido sorprendidos con golpizas infames por las pandillas de asaltantes de la frontera. Héctor había tenido suerte de que el incidente fuera tan escandaloso, porque lo llevaron a curar antes de la celda, pues a los otros así, heridos y golpeados, orinados y vomitados, los entambaban sin clemencia, total, ya después se vería, si aflojaban, si no, los enviaban con los de migración, y en el peor de los casos, se morían antes de quejarse.

Los judiciales recibieron a Mirna con cinismo, revisándola de cabo a rabo, y haciendo comentarios respecto de sus curvas sin ningún recato, intercambiando impresiones de sus piernas y trasero, con vulgaridad plena. -¿Trajo lo de la cooperación?- Preguntó una voz ronca, aguardientosa, que junto con el sonido de los pasos que le acercaban a Mirna, venía desde atrás, del fondo de una oficina cubierta con cortinas color café.

Mirna le entregó una bolsa de plástico que contenía la cooperación convenida, y le espetó a bocajarro la pregunta ¿Héctor lo mató? El comandante Martínez bajó la mirada, al fin, después de todo, al hijo de perra le quedaba algún escrúpulo, también él tenía vástagos.

Martínez puso su mano sobre el hombro izquierdo de Mirna, se acercó tanto, que ella pudo percibir su aliento fétido, apestoso, mientras él explicaba que Héctor apenas se había incorporado al grupo de los burros, los que transportan la droga, era novato, probablemente era su primera entrega. Pero sus dieciocho añitos le obnubilaron la mente y confundió amistad con complicidad. Por ello, no entendió por qué la policía simplemente extorsionaba a su compañero de entrega, y él trató de defender al amigo que tantas veces le juró lealtad, con tal de convencerlo. Como Héctor estaba drogado, se le hizo fácil acercarse al policía por la espalda, en plenos portales, a las tres de la tarde, arrebatarle el arma de cargo y vaciársela en los riñones.  -Fue cuando mis muchachos llegaron y lo dejaron quieto con un tubo en la cabeza-, dijo Martínez, lacónico.

Martínez finalizaba el recuento de los acontecimientos cuando llegó Juan, tomó la mano de Mirna y, sin abrir la boca, comenzó a caminar en un recorrido que repetiría ritualmente cada semana, durante diecisiete años, en días de visita, después de pasar la aduana del reclusorio, para abrazar y darle un beso al hijo que nunca escuchó, del que nunca se ocupó; a quien no recordaba haberle dado una palmada de afecto, a quien ignoró  cuando abandonó la escuela, merced a las sugerencias de los nuevos amigos que sí tenían dinero; al hijo que Juan nunca supo ni quiso educar y en quien permitió, indiferente, se sembrara la semilla de un destino inevitable.

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